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La democracia deliberativa puesta a prueba
Testing Deliberative Democracy

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 61, 2024

Instituto Tecnológico Autónomo de México

Mauro Benente

Universidad Nacional de José C. Paz, Argentina

Recibido: 27 marzo 2023

Aceptado: 16 octubre 2023

Resumen: En este trabajo presento los aspectos generales de la democracia deliberativa, y enfatizo el requisito del consenso razonado como criterio de legitimidad de las normas. Luego pongo a prueba el ideal del consenso razonado con el proceso de sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en Argentina en 2009. Teniendo en cuenta esta evaluación, sostengo que el ideal del consenso razonado resulta inútil para analizar críticamente las prácticas políticas, o se vuelve un argumento para defender el status quo.

Palabras clave: democracia deliberativa, consenso razonado, populismo, Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.

Abstract: In this paper I present the general aspects of deliberative democracy, and I emphasize the requirement of reasoned consensus as a criterion for the legitimacy of norms. Then I put the ideal of reasoned consensus to the test with the enactment of the Audiovisual Communication Services Law in Argentina in 2009. Taking this assessment into account I argue that the ideal of reasoned consensus is useless for critically analyzing political practices or becomes an argument for defending the status quo.

Keywords: deliberative democracy, reasoned consensus, populism, Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.

I. Introducción. La adjetivación deliberativa

En un clásico trabajo de la segunda parte de la década de 1990, David Collier y Steven Levitsky mostraban cómo varios estudios sobre regímenes políticos buscaban evitar el estiramiento conceptual 1 de la noción de democracia apelando a subtipos a los que le agregaban adjetivos: “autoritaria”, “protodemocracia”, “militarizada”, entre otros (Collier, Levitsky, 1997, pp. 430-431). Estos subtipos con adjetivos pretendían incorporar a los estudios sobre democracia aquellos regímenes políticos que combinaban algo propio de los regímenes democráticos, con otros rasgos que difícilmente podían considerarse constitutivos de estos regímenes. Un ejemplo de esa pretensión se encuentra en el concepto de democracia “delegativa” acuñado por Guillermo O´Donnell, con el que se pretendía identificar regímenes que combinan un sistema competitivo de elección de autoridades y la vigencia de las libertades civiles –propios de la democracia–, con fuertes liderazgos y disminución o anulación de mecanismos de rendición de cuentas horizontal –supuestamente impropio de un régimen democrático– (O´Donnell, 2011).

Más allá de las particularidades de cada uno de los subtipos, y de los que podríamos sumar, me parece interesante recuperar no los alcances del trabajo de Collier y Levitsky, sino un gesto que se lee como uno de sus presupuestos: la adjetivación de la democracia se realiza para vincularla con características que la exceden. Dicho de otro modo, la pretensión de adjetivar la democracia se hace para aproximar al concepto de democracia un elemento no constitutivo, una variable que no le es propia –aunque no necesariamente opuesta–.

A partir de la década de 1980, y fundamentalmente después de la publicación de Facticidad y validez de Jürgen Habermas en 1992, comenzó a cobrar fuerza una nueva adjetivación de la democracia: la deliberativa. 2 En la década de 1990 se publicaron otros libros relevantes como La constitución de la democracia deliberativa, de Carlos Nino en 1996; Democracia y desacuerdo, de Gutmann y Thompson en 1998; Democracia deliberativa, compilado por James Bohman y William Rehg en 1997; y algunos trabajos relevantes de Cohen (1986, 1996, 1997) y Estlund (1997), que también adjetivaron a la democracia con la deliberación.

En una primera lectura, la adjetivación deliberativa no parece una variable impropia de la democracia. De hecho, una teoría modesta y con pretensiones preponderantemente descriptivas de la democracia como la desarrollada por Robert Dahl en los años 70, incluye a la deliberación pública como una de las dimensiones que debe maximizar cualquier régimen poliárquico (1989, pp. 13-25). Por su parte, si nos movemos hacia enfoques más participativos como los planeados por Crawford Macpherson también en la década de 1970 (1994, pp. 113-138), o por David Held en el decenio de 1990 (2007, pp. 321-347), la deliberación aparece como una de las dimensiones constitutivas de la democracia. En estos enfoques participativos, la deliberación no se concibe –como en la poliarquía– solamente para oponerse a las decisiones gubernamentales, sino también como parte constitutiva del proceso de toma de decisiones. Esta dimensión propia de la deliberación respecto de la democracia la reconocen Jon Elster y José Luis Martí, dos grandes teóricos de la democracia deliberativa, quienes reconstruyen el papel de la deliberación en el modo en que Tucídides repone los discursos de Pericles en la democracia ateniense del siglo V a.c. (Elster, 1999, p. 1, Martí, 2006, pp. 17-18). Sin embargo, si complejizamos esta primera lectura, es sencillo advertir que los alcances del adjetivo deliberación son más sofisticados, y entonces cabe preguntarse qué efectos trae sobre el concepto de democracia la incorporación de elementos que, quizás, no son constitutivos.

Como buena parte de las teorías de la democracia, los enfoques deliberativos sitúan más en el procedimiento que en el resultado la clave para identificar la presencia de un régimen democrático. Además, como las teorías deliberativas son normativas, son los procedimientos más que los resultados los que legitiman las decisiones adoptadas (Cohen, 1996), sin que esto implique la imposibilidad absoluta de justificar el procedimiento a la luz de los resultados, como puede derivarse de las teorías epistémicas.

En el marco de las divergentes aproximaciones, en un prólogo con contribuciones de distintas personas, Elster se vio en la necesidad de delimitar una definición mínima de democracia deliberativa. El sustantivo democracia sostiene que las decisiones colectivas deben contar con la participación de las personas afectadas por la decisión, y/o de sus representantes. Por su parte, la adjetivación deliberativa incluye “decisiones por medio de argumentos ofrecidos por y para los participantes, quienes están comprometidos con los valores de la racionalidad y la imparcialidad” (Elster, 1999, p. 8). Por su parte, en una definición también minimalista, Sebastián Linares plantea que el proceso ideal de la democracia deliberativa “debe garantizar una genuina deliberación previa a la toma de decisiones, entendida esta como un proceso de comunicación en pie de igualdad, en el que los participantes intercambian con sinceridad argumentos y evidencias sobre la mejor alternativa de decisión” (Linares, 2017, p. 102).

En estas aproximaciones minimalistas, el adjetivo deliberación se distancia de un simple debate que constitutivamente está presente en el sustantivo democracia. Dentro del adjetivo deliberativo se incorporan aspectos como racionalidad, imparcialidad, mejor decisión, que quizás no sean propios del sustantivo democracia. Pero existe un concepto que me interesa poner a prueba en este trabajo, que tiene ciertos aires de familias con la imparcialidad, pero no está presente en las definiciones minimalistas: el consenso razonado.

Quienes presentan las perspectivas más idealizadas de la democracia deliberativa plantean que, para ser legítimo, el proceso de deliberación en condiciones de igualdad no debe concluir de cualquier modo, sino con un consenso entre las personas afectadas.

Y no se trata de un simple acuerdo sobre el resultado, sino también sobre las razones que lo sustentan. De acuerdo con Martí, la democracia deliberativa es fundamentalmente un procedimiento de toma de decisiones, y los principios que guían a los procedimientos democráticos son: a. la argumentación; b. la negociación; c. el voto. La deliberación se guía por el principio argumentativo que exige “un libre intercambio de razones entre los participantes que se hallan comprometidos (al menos idealmente) con los valores de racionalidad e imparcialidad, y que están dispuestos a cambiar de opinión a la luz de los mejores argumentos” (Martí, 2006, p. 39). Martí distingue dos fases de este procedimiento guiado por el principio de argumentación. En la primera, en condiciones de igualdad las personas se expresan con libertad y justifican sus preferencias mediante razones imparciales, todo ello con la pretensión de convencer a las demás, pero abiertas a transformar racionalmente sus preferencias. En la segunda fase “se aplica una regla de consenso razonado, no de consenso estratégico y mucho menos de agregación, que se obtiene por la fuerza de los argumentos utilizados, y no por la efectividad de las coacciones, amenazas, promesas o cualquier otra estrategia negociadora, ni por una mayoría de votos” (Martí, 2006, p. 50).

En este trabajo deseo poner a prueba el consenso razonado, que se logra cuando todas las personas comparten no solo la misma decisión, sino los argumentos que la sustentan. Me propongo estudiar esta versión más idealizada no por azar o capricho, sino porque es la que hace del calificativo “deliberativo” uno bien distinto al de otras adjetivaciones. Dicho de otro modo, si la adjetivación deliberativa no exige consenso por las mismas razones, imparcialidad, ni intercambio de razones en condiciones de igualdad, entonces el adjetivo “deliberativo” se vuelve parecido a otros que ya estaban disponibles, como el “participativo”. El adjetivo deliberativo suma al sustantivo democracia si supone algo más que simplemente conversar, y ese algo más que me interesa testear es el consenso razonado.

Para poner a prueba el consenso razonado, en primer lugar, presentaré el modelo de democracia deliberativa de Jürgen Habermas, que considero uno de los más sofisticados y emblemáticos. En este punto, es importante tener en cuenta que no se trata de revisar a Habermas en tanto autor, quien en algunos casos matiza su propuesta de consenso razonado y reconoce la validez de la regla de la mayoría precedida de la deliberación argumentada (Habermas, 2005b, p. 247, 2006a, pp. 141-142), y reconoce que la regla de la mayoría “puede interpretarse como un procedimiento que tiene por fin posibilitar aproximaciones realistas a la idea de un consenso lo más racional posible cuando urge la necesidad de decidir” (Habermas, 2007, p. 81). 3 De lo que se trata es de poner a prueba un ideal que ha desarrollado de modo más sofisticado que otras personas que también lo utilizan, sin perjuicio que también reconozca, quizás sin tanta justificación, la legitimidad de prácticas que no alcancen tal ideal. En segundo lugar, revisando el proceso de sanción de la Ley N° 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual en Argentina en 2009, testearé el ideal del consenso por las mismas razones. En especial, plantearé que el ideal del consenso razonado de la adjetivación deliberativa pretende incorporar al sustantivo democracia un elemento que no le es constitutivo, y con ello hace oscilar a la democracia deliberativa entre la inutilidad y la defensa del status quo. En tercer lugar, incluiré una breve referencia sobre procesos de democratización populistas, con fronteras antagónicas y sin consensos razonados, para cerrar el trabajo reiterando que, a pesar de sus buenas intenciones, la democracia deliberativa y el ideal del consenso razonado pueden volverse un discurso susceptible de ser utilizado por quienes intentan mantener posiciones de privilegio.

II. La legitimación del derecho y del poder político en términos consensuales

Los primeros trabajos en los que Habermas se preocupa por la legitimidad del derecho y del poder político datan de la segunda parte de la década de 1980, y su enfoque indica que en un contexto posmetafísico, en el cual ya no es posible sustentar la legitimidad del derecho en dios ni en valores universales, resulta urgente encontrar otros criterios de legitimidad. La clave para dotarlo de legitimidad debe buscarse en los procedimientos que lo instituyen, y esa pesquisa debe realizarse mediante un análisis reconstructivo que encuentre los fundamentos implícitos de ese procedimiento.

En la edición de 1986 de las Tanner Lectures Habermas presentó dos lecciones. La primera, ¿Cómo es posible la legitimidad a partir de la legalidad?, partió del diagnóstico de Max Weber: la legitimidad del derecho moderno radica en sus cualidades formales (Weber, 1944, pp. 225-235). Pero tras distanciarse de algunos de sus postulados, sostuvo que solo una racionalidad procedimental dotada de contenido moral podía inyectar legitimidad al derecho. Se puede reconstruir la legitimidad del derecho a partir de la legalidad solo si se instituye mediante “procedimientos jurídicos de fundamentación que sean permeablesa los discursos morales” (2005a, p. 555). 4 Con ello, y reponiendo categorías de Rawls (1971, pp. 85-86), aclaraba que podía esperarse un cumplimiento aproximado de las exigencias de una racionalidad procedimental perfecta (Habermas, 1988, pp. 37-40).

En estos primeros trabajos, la legitimidad del derecho depende de la institucionalización de un tipo de procedimiento que sea permeable al intercambio de discursos morales, que Habermas confía que pueden concluir con un consenso entre los participantes. Es así cómo, en la segunda lección de las Tanner Lectures, Sobre la idea de Estado de Derecho, sostenía que la legitimidad de los procedimientos legislativos suponía que los discursos políticos “queden sometidos a las restricciones impuestas por el principio de que los resultados de esos discursos puedan ser susceptibles de asentimiento general, es decir, a las restricciones impuestas por el punto de vista moral, que hemos de respetar cuando se trata de fundamentar normas” (2005a, p. 585; las itálicas me pertenecen).

En Facticidad y validez Habermas presenta un objetivo nada modesto: la “reconstrucción racional de la autocomprensión de estos órdenes jurídicos modernos” (Habermas, 2005b, p. 147). Despliega una poderosa reconstrucción del sistema de los derechos, y una de sus apuestas es exponer la relación conceptual necesaria, la conexión interna que existe entre soberanía popular y derechos del hombre, entre autonomía pública y privada. Los derechos humanos y la soberanía popular son los dos únicos criterios que permiten que el derecho moderno sea tenido como legítimo, pero tanto para las tradiciones liberales cuanto para las republicanas no se presuponen ni complementan, sino que compiten (1994, p. 221). Sin embargo, la aplicación del principio del discurso al ámbito del derecho permite alumbrar la conexión interna que existe entre la soberanía popular y los derechos humanos, entre autonomía pública y privada.

Habermas reconstruye los derechos que las personas se otorgarían mutuamente en caso de querer regular su convivencia por el derecho positivo, y encuentra que la autolegislación “exige que aquellos que están sometidos al derecho como destinatarios suyos, puedan entenderse a la vez como autores del derecho” (2005b, p. 186). Para Habermas (2001c, p. 169) “la cooriginalidad de autonomía privada y autonomía pública muéstrase sólo cuando desciframos y desgranamos en términos de teoría del discurso la figura de pensamiento que representa la «autolegislación», figura conforme a la cual los destinatarios son a la vez autores de sus derechos”.

Si adoptamos el ideal de la autolegislación encontraremos la cooriginalidad y la equiprimodialidad entre autonomía privada y pública, que implica que “ni el ámbito de la autonomía política de los ciudadanos viene restringido por los derechos naturales o morales […] ni tampoco la autonomía privada del individuo queda simplemente instrumentalizada para los fines de una legislación soberana” (2005b, p. 193). El establecimiento de un código jurídico bajo el principio del discurso implica reconocer que los derechos de libertad “son condiciones necesarias que no hacen más que posibilitar el ejercicio de la autonomía política; y como condiciones posibilitantes, no pueden restringirla soberanía del legislador” (2005b, p. 194). La conexión interna entre autonomía privada y autonomía pública indica que: a) la autonomía de los ciudadanos exige que los destinatarios puedan concebirse como autores del derecho; b) solamente pueden ser autores si cuentan con derechos políticos; y c) para ejercer los derechos políticos se les debe respetar su autonomía privada (1999b, pp. 254-256). 5

En esta reconstrucción del sistema de los derechos, el sentimiento de autoría del derecho que se aplica supone la existencia del consenso. Esto se lee en varios pasajes de Facticidad y validez, y se confirma con el abordaje que Habermas hace de la obra de Rousseau. De acuerdo con Habermas (1994, p. 222, 2005b, pp. 160-169), Rousseau y Kant estuvieron muy cerca de advertir la mutua implicación entre los derechos humanos y la soberanía popular, pero mientras el primero quedó atrapado en una lectura republicana de la autonomía política, el segundo mantuvo una mirada excesivamente liberal. La propuesta de Rousseau se vuelve injustificable por la solución que plantea para las dificultades que se suscitan entre la obligatoria orientación ética de los ciudadanos y sus intereses particulares. Esta dimensión injustificable no se encuentra en el proceso de constitución de la voluntad general, sino en la amenaza de coerción contra quienes se le opongan. Rousseau no logra exponer “cómo sin represión cabría establecer una mediación entre la voluntad general construida normativamente y el arbitrio de los individuos” (2005b, p. 167). En definitiva, Rousseau “no puede explicar cómo esa voluntad común normativamente construida puede, sin coerción, ser alcanzada, mediante la libre elección de los individuos” (1994, p. 228). En otros términos, su propuesta carece “de la fuerza legitimatoria de un proceso discursivo de formación de opinión y voluntad, en el que las fuerzas expresivas y vinculantes que todos, en tanto que individuos, podrían aceptar libremente, sin ningún tipo de coerción” (1994, p. 228).

Si bien este reproche a Rousseau parece insignificante, expone con nitidez el modo en que Habermas reconstruye el sistema de los derechos: suponiendo que ha sido consentido por todas las personas. En Del contrato social la obligación –incluso coercitiva– de ajustarse a la voluntad general es la manera de solucionar la falta de consenso, la dificultad suscitada cuando alguna de las personas destinatarias no se reconoce autora de las normas. En la reconstrucción habermasiana no es necesario apelar a la coacción, ni a ninguna otra herramienta, porque el consenso parece una consecuencia inexorable de la deliberación. Para Rousseau tampoco sería necesaria la coacción si el consenso fuera el resultado inexorable, pero como no niega las tensiones entre la voluntad general y las voluntades particulares debe contemplar una solución –en este caso coercitiva– para quien no se vea como autor de la norma. 6 En la reconstrucción habermasiana todo es más sencillo: no hay que responder a la pregunta por el modo de proceder frente a los disensos, porque la única consecuencia posible de la deliberación es el consenso, es que todas las personas se vean como autoras de las normas.

El proyecto habermasiano que busca dar cuenta de la conexión interna entre la autonomía privada y la pública se basa en una concepción de la autolegislación entendida en términos discursivos, en la cual las personas destinatarias de las normas se reflejan como sus autores. Esta exigente concepción de la autolegislación, sustentada en el consenso, no está presente solo en la reconstrucción del sistema de los derechos, sino también en su institucionalización en el Estado moderno. De esta manera, ya no solo el sistema de los derechos, sino todo el sistema normativo estatal se monta sobre el ideal de la aceptación general, del consenso razonado.

La eficacia del sistema de los derechos depende de su institucionalización en un Estado de derecho, y para plantearlo de modo escalonado: a) el sistema de los derechos presupone la instauración de un poder de sanción por parte del Estado, b) el Estado de derecho reclama que las decisiones del poder estatal se legitimen ateniéndose al derecho legítimo, y c) en un contexto posmetafísico “sólo puede tenerse por legítimo el derecho que pudiese ser racionalmente aceptado por todos los miembros de la comunidad jurídica en una formación discursiva de la opinión y la voluntad comunes” (Habermas, 2005b, p. 202; las itálicas me pertenecen).

La administración estatal no puede legitimarse a sí misma, sino mediante “un poder comunicativo” (2005b, p. 214), construido en ámbitos deliberativos de la sociedad civil, que genere una fuerza motivadora débil que influya sobre el poder administrativo. La íntima conexión entre poder administrativo y poder comunicativo es un requisito fundamental del Estado de derecho y puede conceptualizarse como “la exigencia de ligar el poder administrativo, regido por el código «poder», al poder comunicativo creador de derecho, y mantenerlo libre de interferencias del poder social, es decir, de la fáctica capacidad de imponerse que tienen los intereses privilegiados” (2005b, p. 218).

El poder comunicativo debe hacer valer el principio del discurso en dos sentidos: a) en uno cognitivo, que supone la capacidad de filtrar los argumentos de modo tal que “los resultados alcanzados tengan a su favor la presunción de aceptabilidad racional” (2005b, p. 218); y b) en otro práctico, que refiere a la posibilidad de “establecer relaciones de entendimiento que vengan «exentas de violencia»” (2005b, p. 218). Más allá de esta distinción, lo fundamental es que “el principio del discurso […] hace depender la validez de toda clase de normas de acción del asentimiento de aquellos que como afectados participan en «discursos racionales»” (2005b, p. 226; las itálicas me pertenecen).

Cuando un colectivo de personas se enfrenta a la pregunta “¿Qué debemos hacer?” se encuentra ante problemas que “han de ser resueltos en términos cooperativos” (2005b, p. 226), y deben “resolverse en términos consensuales” (2005b, p. 226; las itálicas me pertenecen). En la deliberación sobre decisiones legislativas la pregunta por aquello que debemos hacer puede responderse teniendo en cuenta aspectos pragmáticos, éticos y morales, que no tienen la misma forma de argumentación, pero comparten la búsqueda cooperativa de soluciones. Habermas propone partir de cuestiones pragmáticas, para luego hacer transitar los argumentos en los términos del discurso ético, y finalmente de compromisos morales (2005b, p. 230). Este último paso es absolutamente relevante porque la forma de la moralidad exige la universalización, y “el principio de universalización obliga a los participantes en el discurso a averiguar, recurriendo a casos particulares previsiblemente típicos, si las normas en cuestión podrían encontrar el asentimiento meditado de todos los afectados” (2005b, p. 230; las itálicas me pertenecen). El compromiso moral exige buscar “regulaciones que de por sí sean en igual interés de todos los miembros” (2005b, p. 235). La forma de la moralidad exige el asentimiento de las personas afectadas, y no cualquier asentimiento, sino solo de aquel que –reitero– sea de “igual interés de todos los miembros” (Habermas, 2005b, p. 235).

Para que el principio del discurso se aplique con rigor, la deliberación política puede iniciarse en términos pragmáticos o éticos, pero en algún momento debe elevarse a la forma de la moralidad, debe exigir la universalidad, y esto implica que todos los afectados estén dispuestos a consentir la decisión. En este sentido, en la Ética del discurso, Habermas sugería que en las diferentes formulaciones del imperativo categórico kantiano el principio subyacente era el carácter general o impersonal de los mandatos morales. A su vez, detrás de esta idea de universalización se encuentra la intuición según la cual “las normas válidas han de ganar el reconocimiento de todos los afectados” (Habermas, 1985, p. 85; las itálicas me pertenecen). El postulado de la universalización que Habermas termina exigiendo para resolver nuestros asuntos en común, implica que “únicamente pueden aspirar a la validez aquellas normas que consiguen (o puedan conseguir) la aprobación de todos los participantes en cuanto participantes de un discurso práctico” (1985, p. 117; las itálicas me pertenecen).

Tanto el sistema de los derechos así como la legitimidad del poder y las decisiones políticas se sustentan en un procedimiento deliberativo no atravesado por relaciones de poder, que finaliza con asentimientos racionales y meditados sobre normas que satisfacen por igual los intereses de todas las personas. No es un consentimiento agregativo, tampoco es un consentimiento estratégico que protege intereses de ciertos grupos a cambio del resguardo de intereses de otros grupos. Se trata de consensos que deben contar con “la aprobación de todos los participantes” y que además “sean en igual interés de todos los miembros”.

El enfoque de Habermas es reconstructivo porque busca los principios implícitos en las prácticas, y una vez encontrados los transforma en normativos, mientras que otras teorías deliberativas de la democracia son directamente normativas. Pero sea que se postule o se reconstruya, de lo que se trata es de testear la utilidad del principio normativo del consenso razonado. Esta prueba la realizaré no a la luz de un ejemplo hipotético al que suelen apelar las teorías normativas, sino a la luz de un caso histórico concreto y bien relevante para la democracia en Argentina: el proceso de aprobación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en 2009.

III. El reclamo de una nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en Argentina

En Argentina, hasta octubre de 2009, que entró en vigencia la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, la regulación de los medios audiovisuales seguía los parámetros del decreto-ley 22.285, dictado en 1980 en el marco de la última dictadura cívico-militar. Por su origen manchado de sangre, y por permitir prácticas de concentración de medios, con la recuperación de la democracia varias organizaciones reclamaron avanzar hacia una nueva Ley.

En 1985 las radios comunitarias conformaron la Asociación de Radios Comunitarias (ARCO), que luego se transformó en el Foro Argentino de Radios Comunitarias (FARCO). Durante varios años las radios demandaron ser reconocidas como prestadoras de servicios de radiodifusión, y a partir de 1999 lucharon contra la imposibilidad de participar en las licitaciones –el Comité Federal de Radiodifusión (COMFER) las había excluido– y lograron la declaración de inconstitucionalidad del artículo 45 del decreto-ley 22.285. A partir del 2001, las pretensiones que apuntaban a cambiar aspectos particulares se convirtieron en la exigencia de una transformación total. María Segura (2011, pp. 90-94) señala tres etapas durante las cuales se fue desplegando el reclamo por una transformación integral. La primera, a partir de la crisis del 2001 y hasta principios del 2003, se caracterizó por la movilización social. La segunda comenzó con la asunción de Néstor Kirchner a la presidencia, período en que la movilización disminuyó y surgieron articulaciones interinstitucionales. Un ejemplo paradigmático fue la conformación de la Coalición por una Radiodifusión Democrática, en la que confluyeron instituciones y movimientos nacionales e internacionales vinculados a la comunicación –como la Asociación Mundial de Radios Comunitarias (AMARC)– pero también organismos de derechos humanos –como el Centro de Estudio Legales y Sociales (CELS)–, sindicatos –la Confederación General del Trabajo (CGT) y de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA)– y organizaciones sociales –Movimiento Libres del Sur, Barrios de Pie, y la Federación de Tierra y Vivienda–.

En agosto de 2004 la Coalición presentó los emblemáticos “21 puntos básicos por el derecho a la comunicación”, que se expusieron en las radios que integraban la Coalición, y en foros en universidades y sindicatos. A lo largo del documento, la libertad de expresión, el ejercicio del derecho a la información y la cultura se conceptualizan como íntimamente relacionados con la democracia. En esta sintonía, se lee que “si unos pocos controlan la información no es posible la democracia […] por cuanto los monopolios y oligopolios conspiran contra la democracia al restringir la pluralidad y diversidad que asegura el pleno ejercicio del derecho a la cultura y a la información de los ciudadanos” (Coalición por una Radiodifusión Democrática, 2009b, p. 37).

La tercera etapa del ciclo de reclamos por una transformación integral del sistema de comunicación se inició en marzo de 2008, en medio de una confrontación política producto de un lockout agrario. En abril de ese año la Coalición consiguió, luego de una audiencia presidencial, instalar en la agenda gubernamental la necesidad de sancionar una nueva Ley, y el 1 de marzo de 2009, en la Apertura de Sesiones del Congreso Nacional, la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner anunció el próximo envío de un proyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que finalmente se presentó el 27 de agosto. En el comunicado “Vamos por una nueva ley,” la Coalición celebró el envío al Congreso del proyecto destacando no había “posibilidad de afianzamiento de la democracia política sin democratización de la comunicación” (Coalición por una Radiodifusión Democrática, 2009a, p. 49), y que era urgente “terminar con el proceso de concentración y transnacionalización de los Medios” (2009a, p. 49).

Hasta 2009, la necesidad de reformar el decreto-ley 22.285 no se planteó solamente en organizaciones de la sociedad civil, sino también en el amplio espectro de partidos políticos con representación parlamentaria. Desde la recuperación de la democracia hasta 1998 se presentaron 108 proyectos de ley tendientes a reformar o derogar el decreto-ley 22.285 –80 en la Cámara de Diputados y 28 en la Cámara de Senadores–. Asimismo, pero tomando solamente la Cámara de Diputados, desde 1999 hasta 2009 se presentaron 96 proyectos. Al revisar al azar la mitad de estos últimos 96 proyectos, en la mayoría de las propuestas se subraya el carácter antidemocrático del decreto- ley, y se reconoce la libertad de expresión y el acceso a la información como bienes sociales, derechos humanos y bienes públicos del Estado (Benente, Ramallo y Unger, 2014). Los argumentos que sustentan los diferentes proyectos –presentados por un amplio abanico de partidos y alianzas– giran alrededor de tres ejes, que se encuentran sintetizados en uno de los proyectos presentados por la Unión Cívica Radical: 1) los medios de comunicación tienen una función social y deben estar al servicio de la sociedad; 2) deben neutralizarse las tendencias a las concentraciones y monopolios; 3) la libertad de expresión y de información deben ejercerse con compromiso ético; y 4) la concentración del sistema de medios propicia maniobras que atentan contra el sistema democrático. 7

Finalmente cabe destacar que en el proyecto presentado en 2001 por el entonces Presidente de la Rúa, se planteaba que una Ley de radiodifusión debía estar sometida a una amplia consulta en la que ningún sector involucrado quede excluido de la posibilidad de aportar propuestas. 8 Este mecanismo participativo que propiciaba en 2001 un Presidente radical fue puesto en funcionamiento en 2009 por una Presidenta peronista.

IV. La aprobación y la impugnación judicial de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual

Dos semanas después de la mencionada Apertura de Sesiones en la que la Presidenta informó el próximo envío de un proyecto de Ley de medios de comunicación, el 18 de marzo de 2009, en el Teatro Argentino de la Plata, el Poder Ejecutivo presentó su anteproyecto de Ley. Todo ello representó un gesto de extraordinaria audacia: discutir la desconcentración del sistema de medios en un año electoral. 9

¿Por qué hablo de un anteproyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual? Porque antes del envío al Congreso se anunció la puesta en funcionamiento de Foros Participativos de Consulta Pública para discutir el extenso articulado. Entre marzo y julio de 2009 el COMFER organizó 24 foros –en su mayoría en Universidades públicas–, y habilitó una casilla de e-mail para recibir aportes. Además, el COMFER realizó 80 charlas-debate para dar a conocer los alcances del anteproyecto.

El 27 de agosto de 2009, en el día de la Radiodifusión y con el apoyo de una importante movilización, la Presidenta anunció la presentación en la Cámara de Diputados del proyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. De acuerdo con el Mensaje de elevación, como resultado de la instancia participativa fueron incorporados ciento treinta y nueve aportes. 10 En apoyo al proyecto, la Coalición por una Radiodifusión Democrática emitió el comunicado “Vamos por una nueva ley”, en el que se lee que había participado de todos los foros y charlas organizadas por el COMFER, y destacaba que “el debate democrático con que se generó esta propuesta [la presentada en el Teatro Argentino] coincide con el propósito final de la Ley: darle más democracia a la democracia y elevar la calidad institucional de la sociedad” (Coalición por una Radiodifusión Democrática, 2009a, p. 49). Si bien no detallaré los alcances del proyecto que se transformó en Ley, uno de los grandes objetivos era desconcentrar el sistema de medios de comunicación, estableciendo límites de licencias de radio y televisión, y obligando a las corporaciones que excedieran esos límites a venderlas dentro del plazo de un año. Solo a modo de ejemplo de excesos a nivel nacional –a nivel de cada una de las provincias había otros–: la Ley estableció el límite de 10 licencias con uso de espacio radioeléctrico (art. 45.1.b) y el grupo Clarín tenía 25; la Ley limitó a 24 el número de licencias de televisión por suscripción por vínculo físico (art. 45.1.c) y Clarín tenía 237; la Ley establecía que quien prestara servicios de TV por vínculo físico podía tener solo la señal de generación propia, y Clarín tenía 9 (AFSCA, s/d).

En el Congreso, la comisión de comunicaciones e informática de la Cámara de Diputados, en decisión conjunta con las comisiones de presupuesto y hacienda, y de libertad de expresión, convocó a una serie de audiencias públicas para discutir el proyecto, que se realizaron entre el martes 8 y el viernes 11 de septiembre, sin la presencia de los partidos más representativos de la oposición. Finalizadas las audiencias, y luego de haber incorporado 20 modificaciones al proyecto, el plenario de las tres comisiones firmó dictamen favorable. El 19 de septiembre, con el voto positivo de 146 diputadas y diputados, 3 abstenciones y 1 voto en contra, el proyecto tuvo media sanción. Los partidos políticos más grandes de la oposición –una parte del Partido Justicialista (PJ), la Unión Cívica Radical (UCR), la Coalición Cívica (CC) y Propuesta Republicana (PRO)– no votaron en contra, sino que coherentes con su ausencia en las audiencias públicas se retiraron del recinto. Tres semanas después, el 9 de octubre, con 44 votos favorables y 24 en contra, el Senado sancionó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.

La Ley creaba la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (AFSCA) como autoridad de aplicación, que fue reglamentada mediante el Decreto 1525/2009 del 21 de octubre de 2009. Como quedaban pendientes aspectos a reglamentar, el 29 de junio de 2010, mediante la resolución 174/2010, el AFSCA instauró un Procedimiento de Elaboración Participativa de la reglamentación. La resolución incorporaba un anteproyecto y abría la posibilidad de recibir aportes por correo electrónico. El plazo original era de quince días, pero mediante la Resolución 232/2010 se amplió otras dos semanas. Finalmente, el 31 de agosto de 2010 se publicó el Decreto 1225/2010, que reglamentó los alcances de la Ley, y en sus considerandos explicita los distintos aportes recibidos en el marco del Procedimiento de Elaboración. Sin embargo, el derrotero de la Ley, además del capítulo reglamentario tenía uno judicial.

Así como la Coalición por una radiodifusión democrática había impulsado ir hacia una nueva Ley, una vez promulgada, las corporaciones mediáticas y una parte de los partidos políticos de oposición fueron hacia la judicialización para detener la vigencia de la Ley, y con ello el proceso de democratización. Con la misma pretensión, la UCR y el PRO demoraron la ocupación de los lugares que el directorio del AFSCA tenía para los partidos de oposición.

La Ley 26522 se promulgó el 10 octubre y dos meses más tarde se conoció el primer pronunciamiento judicial que la suspendió parcialmente: el 16 de diciembre de 2010 el juez Carbone, subrogante del Juzgado Civil y Comercial Federal nº 1 de la Capital, hizo lugar a una medida cautelar presentada por el Grupo Clarín y suspendió la vigencia de dos artículos fundamentales para la desconcentración: el artículo 41 –que prohibía la transferencia de licencias y autorizaciones para prestar servicios de comunicación– y el 161 –que establecía el plazo de un año, a contar desde que el AFSCA dictara los reglamentos de readecuación, para que las corporaciones se adecuaran al límite de licencias–. Ese mismo día, el juez Medina, del Juzgado Federal nº 2 de Salta, resolvió a favor de una acción de amparo presentada por el Comité de Defensa del Consumidor, y suspendió la aplicación de cinco artículos de la Ley. Dos semanas después, el 30 de diciembre, el juez federal de San Juan, Leopoldo Rago, suspendió cautelarmente la vigencia de seis artículos (Lozano, 2010, pp. 314-315).

Si bien estos tres precedentes revistieron importancia, el más relevante fue dictado por Arrabal de Canal, a cargo del Juzgado Federal nº 2 de Mendoza, el 21 de diciembre de 2009. La jueza hizo lugar a una medida cautelar peticionada por el diputado nacional mendocino de una línea disidente del PJ Enrique Thomas, y suspendió la totalidad de la Ley para todo el territorio. La Cámara Federal de Mendoza confirmó la decisión, y el caso fue resuelto por la Corte Suprema el 15 de junio de 2010. La Corte no analizó la constitucionalidad de la Ley, pero llamó la atención sobre la enorme gravedad que implicaba que la suspensión la Ley se hubiera dispuesto mediante una medida cautelar y revocó la decisión. 11 Por su parte, y nuevamente sin pronunciarse sobre la constitucionalidad de la Ley, a los pocos meses de haber resuelto “Thomas”, la Corte tomó intervención en aquel caso resuelto por el juez Carbone. Luego de que el magistrado suspendiera los artículos 41 y 161 de la Ley, la Sala I de la Cámara Civil y Comercial Federal de la Capital revocó la suspensión del artículo 41, pero confirmó la del 161. La Corte no abrió el recurso y con ello mantuvo la suspensión. 12

Como era previsible, la judicialización más relevante fue impulsada por el grupo Clarín. Los artículos impugnados regulaban la transferencia de las licencias (art. 41), el límite a la cantidad de licencias y señales (art. 45), la imposibilidad de configurar al exceso de licencias como un derecho adquirido (art. 48), y el plazo de adecuación al régimen de la ley (art. 161). Tras haber intervenido para revisar medidas cautelares, 13 y haber convocado a audiencias públicas, el 29 de octubre 2013 la Corte Suprema publicó su sentencia. El pronunciamiento contó con un voto mayoritario de Lorenzetti y Highton de Nolasco, otro de Petracchi, y otro de \affaroni, quienes se pronunciaron en favor de la constitucionalidad de los cuatro artículos en juego, en todos los casos subrayando la vinculación entre el ejercicio de la libertad de expresión y el funcionamiento del sistema democrático. 14 Maqueda y Argibay presentaron disidencias parciales, y Fayt firmó una disidencia total declarando la inconstitucionalidad de los cuatro artículos.

V. La democracia deliberativa puesta a prueba

¿Cómo evaluar, desde el ideal regulativo de la democracia deliberativa, el proceso de sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual? De acuerdo con Martí, la democracia deliberativa es un ideal regulativo “hacia el que debemos tender en la medida de lo posible” (2006, p. 24). Que el ideal no sea empíricamente alcanzable no afecta su validez, y permite “crear una gradación de los mundos posibles que median entre aquél en que nos encontramos y el descrito como ideal” (2006, p. 25). El ideal de la democracia deliberativa nos permitiría afirmar que “existen algunas democracias (reales y concretas) más justificadas que otras, en función del grado de cumplimiento de las condiciones exigidas por el propio ideal” (2006, p. 25).

No creo estar errado si afirmo que el proceso de sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual no cumplió con los parámetros del modelo ideal. Gracias al camino abierto por las organizaciones comunitarias, el Poder Ejecutivo diseñó una instancia participativa para la elaboración del proyecto de Ley, y luego se desarrollaron audiencias públicas en la Cámara de Diputados. Sin embargo, esta instancia de participación no se desarrolló en condiciones de igualdad, ni alcanzó un consenso razonado: los partidos políticos de oposición se ausentaron de la votación en la Cámara de Diputados, y en el Senado oscilaron entre ausentarse y rechazar el proyecto. Por su lado, las corporaciones de medios no ofrecieron argumentos racionales para oponerse a la Ley, sino que acusaron al gobierno de corrupción, 15 y luego, como no se sintieron autoras de la norma, la impugnaron judicialmente. Si el ideal de la democracia deliberativa exige un consenso general, y un ineludible carácter bifronte entre quien crea y a quien se le aplica la norma, el repaso histórico muestra partidos políticos que –por ausencia o por rechazo– no votaron la Ley, y a esos mismos partidos y a un grupo empresario reclamando judicialmente su inconstitucionalidad.

Las personas que defienden el ideal regulativo de la democracia deliberativa podrían argumentar que nadie espera que se cumpla en su totalidad, sino que sirve para gradar los mundos posibles. Entonces, podríamos pensar que el proceso de sanción de la Ley, aun sin cumplir con todas las exigencias del modelo ideal, se acercó más que su reforma durante la Presidencia de Mauricio Macri, realizada mediante un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) –el 267/2019– sin ningún tipo de deliberación. Sin embargo, también podríamos pensar lo contrario: como las grandes corporaciones se concibieron como autoras de la modificación realizada mediante DNU, y nadie lo impugnó judicialmente, este cambio legislativo se acerca más al ideal regulativo que el proceso de sanción de la Ley original. Aquí tenemos, entonces, un primer problema de la utilidad del ideal regulativo para gradar los mundos posibles: no contamos con parámetros nítidos para identificar qué casos están más cerca o más lejos del ideal. Sin embargo, este no es el único problema.

Tomemos una comparación sencilla: podemos afirmar que el procedimiento de aprobación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual se aproxima más al ideal regulativo que el decreto-ley 22.285, dictado en la última dictadura cívico- militar. Ahora bien, esta afirmación no nos permite sostener que el procedimiento de la aprobación de la Ley fue legítimo. Algunas personas partidarias del ideal regulativo podrán sostener que, aunque la deliberación no se desarrolló en condiciones de igualdad, no alcanzó un consenso razonado, y las corporaciones no se sintieron autoras de la Ley, existieron mecanismos de participación y deliberación más profundos que el promedio de los procesos legislativos, y por ello la Ley 26.522 cumple con los umbrales mínimos de legitimidad. Otros enfoques también deliberativos podrían sostener lo contrario y postular que el proceso participativo no alcanzó para superar los umbrales de legitimidad porque la deliberación estuvo más motivada por la disputa entre el gobierno y el grupo Clarín, que por la pretensión imparcial de democratizar el sistema de medios; que las mayorías logradas en el Congreso estuvieron muy lejos no solo del consenso razonado sino también de un consenso estratégico o agregativo; que las mayorías legislativas estuvieron muy lejos de la unanimidad; y que la fuerte oposición y judicialización de la Ley muestran justamente la enorme distancia –por oposición a la identidad– entre quienes sancionaron la Ley y a quienes se les aplica.

Me parece, entonces, que el ideal de la democracia deliberativa no ofrece criterios para gradar los mundos posibles. Además, y esto es lo más grave, no nos permite delimitar a partir de qué grado debemos considerar que se han superado los mínimos de legitimidad. Finalmente, esta ausencia de parámetros mínimos de legitimidad trae serias consecuencias no solamente para la teoría –a la que torna bastante inútil– sino también para la práctica política. ¿Por qué? Porque en un proceso de democratización del sistema de medios de comunicación, la teoría de la democracia deliberativa puede emplearse –y emplearse bien, dentro de sus propios contornos conceptuales– para señalar que el proceso es ilegítimo y así mantener un estado de cosas.

Es importante aclarar que no pretendo afirmar que quienes predican la teoría de la democracia deliberativa no reprochan o directamente justifican la concentración de medios de comunicación. En este orden de ideas, Habermas califica al mediático como un poder, e identifica que en el acceso a los medios de comunicación, en comparación con el sistema político y los grupos de presión, “los actores de la sociedad civil están en la posición más débil” (2006, p. 419). En términos normativos, y a la luz de la teoría deliberativa, el sistema de reglas de los medios de comunicación debe construir un “juego correcto”, que apunte a la generación de opiniones públicas ponderadas. Para que esto suceda es necesario contar con: a) un sistema mediático autorregulado, independiente de su entorno; y b) una retroalimentación entre los discursos públicos y una sociedad civil que participe, intervenga y responda en la discusión pública (2006, p. 420). Respecto de la primera condición, Habermas identifica casos históricos de palmaria falta de independencia entre los medios y el poder político, a la vez que subraya que “la falta de distancia entre los medios de comunicación y los grupos de interés es menos espectacular pero más frecuente y «normal»” (2006, p. 421). Aunque no enuncia ninguna estrategia política compatible con sus ideales regulativos, Habermas encuentra como un peligro para la democracia deliberativa la falta de independencia de los medios de comunicación respecto de los bloques de poder político y económico. Pero esto no quita, y esto es lo que quiero subrayar, que por la ausencia de consensos razonados, de asentimientos generales, de falta de cumplimiento del ideal de la autolegislación, se puedan reprochar, haciendo un uso consistente de una versión de la teoría deliberativa de la democracia, aquellos procesos políticos mayoritarios que buscan interrumpir las relaciones promiscuas entre medios de comunicación y (otros) bloques de poder político y económico.

VI. Democratización populista

Para muchos enfoques deliberativos adjetivar con populista el sustantivo democracia implicaría aproximarnos a una contradicción. A modo de ejemplo, Cristina Lafont sostiene que a primera vista el populismo incluye en su carta de presentación una preocupación por la inclusión, pero además de no resolver los problemas de la democracia (2020), “conlleva una parcialidad excluyente, en tanto que aspira a definir quién pertenece al «pueblo» y quién no” (Lafont, 2022, p. 94). Este mayoritarismo excluyente propio del populismo puede resultar urticante para los ideales deliberativos, pero esa picazón quizás se explique por una posible deriva conservadora del ideal.

Sin embargo, antes de avanzar sobre el populismo, me gustaría desplazarme de la noción de democracia hacia la de democratización. De acuerdo con Antonio Negri, la democracia está atravesada por una ambivalencia y resulta necesario distinguir entre la democracia como régimen o forma de gobierno, es decir como modalidad “de gestión de la unidad del Estado y del poder” (2008, p. 151), y la democracia como resistencia, “como proyecto, como praxis democrática, como «reforma» del gobierno” (2008, p. 152). La democracia no puede comprenderse solo como un régimen en el cual las personas eligen periódicamente a las autoridades, ni como un procedimiento deliberativo desarrollado en condiciones de igualdad que finaliza con un consenso razonado. La democracia incluye alguna de estas dimensiones, pero lleva dentro de sí un exceso: el conjunto de prácticas de resistencia, las presiones para reformar el gobierno, para tornar más democrático al régimen democrático, para “darle más democracia a la democracia” en los términos de la Coalición por una Radiodifusión Democrática (2009a, p. 49).

Volver más democrático el régimen democrático puede denominarse democratizar la democracia. Este es el título del capítulo con el que Étienne Balibar cierra su libro Ciudadanía (2013, p. 195), pero también alude a la democratización de la democracia en un trabajo que retoma la obra de Jacques Rancière. Si bien le reprocha cierto descuido por la dimensión institucional de la democracia, por su aspecto como régimen –porque en definitiva la igualdad debe institucionalizarse–, reivindica la concepción de la democracia como “el nombre de un proceso que podríamos llamar tautológicamente la «democratización de la democracia» (o de lo que dice representar un régimen democrático), y por lo tanto el nombre de una lucha, una convergencia de las luchas por la democratización de la democracia” (Balibar, 2012, p. 15). Esta democratización de la democracia puede darse de muchas maneras, y si bien existen distancias entre los enfoques de Negri y Rancière y ciertas conceptualizaciones populistas (Laclau, 2004, p. 297-310), creo que una de las formas que puede adquirir la democratización es la populista.

La parcialidad excluyente del populismo que subraya Lafont coincide con el diagnóstico que indica que uno de sus rasgos constitutivos es el trazado de una de una frontera entre el pueblo y el antipueblo (Albertazzi y McDonnell, 2008, pp. 3-4; Mudde, 2004; Pasquino, 2008). Esta es una caracterización que comparto, pero retomando algunas aproximaciones delineadas por Ernesto Laclau, quisiera plantear que el trazado de esta frontera antagónica, y la configuración de una parcialidad excluyente, no deben leerse como obstáculos para la democratización, sino que en determinados contextos representan una de sus condiciones.

De acuerdo con Laclau, el populismo no es la ideología ni la forma de movilización de un grupo constituido, sino que es “una de las formas de constituir la propia unidad del grupo” (2005, p. 96), y en términos más amplios es “un modo de construir lo político” (2005, p. 11) “que puede adoptar diversas formas ideológicas” (2005, p. 25). Esta lógica de constitución de lo político implica la conformación de una identidad colectiva: el pueblo. Existen tres condiciones para la constitución del populismo: 1) formación de una frontera interna antagónica que separa al pueblo del poder; 2) articulación equivalencial de demandas que hace posible tanto la formación de esta frontera antagónica cuanto el surgimiento del pueblo; y 3) la unificación de estas demandas en un sistema estable de significación.

En las sociedades contemporáneas diversas personas enuncian distintas demandas, y las que permanecen diferenciadas de las restantes, distantes del proceso equivalencial, se denominan demandas democráticas. Inicialmente estas demandas democráticas no comparten nada, pero luego si no se atienden comienzan a compartir la dimensión negativa de su insatisfacción. Además, las demandas democráticas siempre están dirigidas hacia alguna institución –no necesariamente estatal–, por lo que la insatisfacción genera una división dicotómica entre las demandas insatisfechas y la institución insensible a ellas.

Laclau destaca dos lógicas de la producción de discurso: diferencia y equivalencia. Tomando como punto de partida la inexistencia de un isomorfismo entre significante y significado, es posible que un significante exceda y comience a vaciarse de su contenido particular, y empiece a representar contenidos heterogéneos. A su vez, entre esos contenidos se constituye una cadena de equivalencia y aquel significante ya no representa un contenido particular, tampoco la sumatoria de contenidos heterogéneos, sino a la cadena que se genera entre ellos. Esta lógica se pone en funcionamiento cuando una demanda democrática pierde tendencialmente su contenido originario y comienza a representar una cadena equivalencial constituida por otras demandas democráticas insatisfechas (1996, pp. 69-76).

El concepto de pueblo puede ser concebido como populus, que alude a la totalidad de las y los habitantes, o como plebs, en referencia la parte que carece de privilegios. El pueblo del populismo, que “no constituye un referente empírico, sino una construcción político discursiva” (Mouffe, 2018, p. 86), se configura cuando una plebs “reclame ser el único populus legítimo” (Laclau, 2005, p. 118). Existen dos aspectos importantes en este momento en el que el plebs reclama ser el único populus. En primer lugar, la demanda que logra cristalizar la identidad popular se encuentra dividida: “por un lado, es una demanda particular; por el otro su propia particularidad comienza a significar algo muy diferente de sí misma: la cadena total de demandas equivalenciales” (2005, p. 124). En segundo lugar, la identidad popular necesita ser condensada en torno a significantes que representan a la cadena equivalencial. Es decir, la identidad popular se constituye a partir de ese significante que representa una cadena cuya articulación da forma a una frontera antagónica. De esta manera, “el surgimiento de una subjetividad popular no se produce sin la creación de una frontera interna” (Laclau, 2009, p. 57).

Si revisamos el proceso de sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual podemos notar la existencia de un colectivo que se identificaba con una demanda –la democratización del sistema de medios– y trazaba una frontera antagónica con los grandes medios de comunicación, principalmente con el grupo Clarín. De hecho, uno de los símbolos que marcó aquella frontera antagónica fue la frase “¿Qué te pasa, Clarín? ¿Estás nervioso?”, pronunciada por el expresidente Néstor Kirchner el 9 de marzo de 2009, una semana después de aquella apertura de sesiones del Congreso en la que Cristina Fernández de Kirchner anunciara el envío del proyecto de Ley de Servicios de Comunicación. Si la pretensión del proyecto de Ley era desconcentrar el sistema de medios: ¿No era esperable una oposición férrea y contundente de las grandes corporaciones y los partidos políticos de centroderecha? ¿No era razonable el trazado de una frontera entre quienes deseaban democratizar el sistema de medios, y quienes defendían la concentración? ¿No era esperable la conformación de una parcialidad excluyente?

Para decirlo de modo más sencillo: el proceso de democratización del sistema de medios fue contra las grandes corporaciones, no con las grandes corporaciones. Pero no por el capricho de trazar una frontera antagónica, sino porque ir contra las corporaciones era la condición de posibilidad para democratizar el sistema. En el marco de ese trazado, quienes se identificaban con la demanda por la democratización y con el rechazo a las corporaciones desplegaron prácticas democráticas y participativas tanto en espacios informales de la sociedad civil, cuanto en espacios institucionalizados –tales como los foros organizados por el COMFER y las audiencias públicas realizadas en la Cámara de Diputados–. Este despliegue participativo no obstaculizó que las grandes corporaciones manifestaran su rechazo al proyecto, no impidió su participación en foros y audiencias, y luego de la aprobación de la Ley tampoco se cerraron las puertas de los tribunales. Sus razones fueron escuchadas, pero no fueron tenidas en cuenta por el bloque que llevó adelante el proceso democratizador, justamente porque eran razones contrarias a la democratización.

Anteriormente subrayé la inutilidad del ideal de la democracia deliberativa para delimitar la legitimidad de este tipo de procesos de democratización: incluso suponiendo que el ideal tiene herramientas para medir y comparar la dimensión democrática de las prácticas, no ofrece criterios nítidos y precisos para identificar a partir de qué umbral, tal o cual práctica debe considerarse legítima. Pero además de su inutilidad, la exigencia del consenso razonado constituye una herramienta tendiente a conservar el status quo.

De acuerdo con el constructivismo ético de Carlos Nino, la deliberación es la mejor herramienta para acercarse a la corrección moral (1988), y la práctica del discurso moral demanda que las decisiones sean imparciales. La imparcialidad se logra cuando las decisiones son unánimes y por ello “la unanimidad es el equivalente funcional de la imparcialidad” (1997, p. 166). La política representa un sucedáneo del discurso moral, es su institucionalización, y esto implica rebajar la exigencia de la unanimidad a la regla de la mayoría. ¿Por qué? Porque el tiempo es limitado y “de otro modo, siempre se tomará en forma implícita una decisión en favor del status quo” (1997, p. 167). Dicho en otros términos, y en un trabajo especialmente enfocado en el modo en que los grupos de presión influyen en las decisiones políticas, Sunstein reiteró que “exigir la deliberación no contribuye a acelerar el cambio social y, de hecho, puede reforzar el status quo” (1985, p. 76).

Sin embargo, la variable temporal no es la única que torna a la unanimidad, o al consenso razonado, en garante del status quo. Existe otra más profunda: el ideal parece exigir, ingenuamente, que los grupos dominantes consientan la renuncia a su posición dominante. ¿Por qué es una variable conservadora del ideal? Porque como punto de partida le resta legitimidad a todas las prácticas políticas que han revertido o morigerado las prácticas de dominación sin consensos razonados, y brinda argumentos para legitimar el mantenimiento de tales prácticas. El problema no es solamente que mientras buscamos la unanimidad, el consenso razonado, pasa el tiempo y se mantienen situaciones de opresión. El asunto es más grave: el consenso razonado se puede volver un discurso que deslegitime –al menos parcialmente– prácticas de democratización, y al mismo tiempo legitime –al menos parcialmente– el mantenimiento de prácticas de dominación. Puede volverse un argumento que, por no cumplir con el ideal del consenso razonado, impugne prácticas de democratización. Para decirlo con claridad, y a la luz del caso de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual: el ideal de la unanimidad y el consenso razonado le daba a Clarín no solo el beneficio del paso del tiempo, sino también un sólido argumento para reprochar el proceso de democratización que ponía en jaque su posición dominante.

VII. Democracia deliberativa y consenso razonado. Entre la utilidad y la defensa del status quo

Tal como presenté al inicio de este trabajo, es cada vez más frecuente encontrar adjetivaciones de la democracia. La adjetivación “deliberativa” ha cobrado en las últimas décadas una notable importancia, y también ha mostrado un importante elenco de matices internos, luciendo tonalidades más o menos ideales, y más o menos epistémicas. Dentro de estos matices, me concentré en aquellos enfoques que exigen un asentimiento general, un consenso razonado, que las decisiones sean de igual interés para todas las personas. Y esto no representa un capricho, sino que hace del adjetivo deliberativo uno bien característico y diferente de otros adjetivos ya disponibles: si el adjetivo deliberativo no exige condiciones ideales, unanimidad ni consenso razonado, entonces casi no se distingue del adjetivo participativo –no agregativo, para sumar aquí también matices–. Sin negar, entonces, la existencia de matices, esta es la razón por la cual me ha interesado poner a prueba los enfoques de la democracia deliberativa que incorporan la dimensión del consenso razonado.

Incluso teniendo las mejores intenciones, si adjetivamos la democracia con la deliberación, y le incorporamos las exigencias de consenso razonado y unanimidad, corremos el riesgo de diseñar un concepto que no nos permite delimitar cuáles prácticas democráticas alcanzan un umbral mínimo de legitimidad. Si pensamos que el ideal nos permite identificar qué tan cerca o lejos se encuentran nuestras prácticas, nos enfrentamos ante un extraordinario problema: no tenemos ningún criterio nítido y estable para identificar a partir de qué distancias esas prácticas resultan legítimas. Además, corremos el riesgo de diseñar un concepto que en procesos de democratización se vuelva conservador. No solamente porque mientras se espera el consenso razonado el reloj sigue en movimiento y así se reproducen prácticas de subordinación. También, porque quienes resisten en sus posiciones de privilegio pueden señalar que sus argumentos no están siendo atendidos, que nos encontramos muy lejos del ideal del consenso razonado, que no se sentirán autores de las normas que se le aplicarán, y con todo ello exponer que el proceso de democratización es absolutamente ilegítimo.

Haber testeado el ideal de la democracia deliberativa con el proceso de sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en Argentina, y haber planteado que el ideal oscila entre la inutilidad y la defensa del status quo, no implica afirmar que quienes adjetivan de modo deliberativo a la democracia tienen opiniones personales favorables a la concentración de medios de comunicación, o a cualquier otra posición de privilegio o dominación. Por el contrario, mi intención ha sido poner a prueba un ideal, y mostrar que un posible resultado indica que puede ser entre inútil para evaluar los procesos de democratización y, lo que es peor, transformarse en un discurso útil para reprocharlos.

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Notas

1 Para una revisión de los problemas del estiramiento conceptual en los estudios de política comparada, ver Sartori (2002, pp. 291-302)

2 La noción de democracia deliberativa aparece en un trabajo publicado por Joseph M. Bessette en 1980 pero con alcances distintos a los que en la actualidad se define como democracia deliberativa (Bessette, 1980).

3 Incluso, para las decisiones del Consejo de Seguridad de la ONU Habermas recomienda la regla de la mayoría sobre la unanimidad (1999c, p. 172).

4 En el mismo sentido, Habermas (1998, p. 39).

5 Dicho de otro modo, “los ciudadanos sólo pueden hacer uso apropiado de su autonomía pública si son suficientemente independientes en virtud de una autonomía privada asegurada de manera homogénea; pero que a la vez sólo pueden lograr una regulación susceptible de consenso de autonomía privada si en cuanto ciudadanos pueden hacer uso apropiado de su autonomía política” (Habermas, 1994, p. 255).

6 Mientras el contrato primitivo sí requiere unanimidad, la dimensión obligatoria de la voluntad general no se explica por ella. Para Rousseau, quienes expresan una voluntad distinta están en un error, no logran distinguir sus voluntades particulares de la verdadera voluntad general, y eso explica que someterlos a la voluntad general es obligarlos a ser libres (Rousseau, 1889, pp. IV, 2, 132-34).

7 De esta manera, “la información –baluarte moderno del ejercicio del poder– no debe estar al alcance de grupos selectos que especulan con ella.” Proyecto de Ley 0984-D-04, presentado por M. Stolbizer (Unión Cívica Radical).

8 Proyecto de Ley 0011-PE-01, presentado por el Presidente Fernando de la Rúa.

9 En ese mismo 2009, y a instancias de otro proyecto enviado por la Presidenta, en noviembre el Congreso sancionó la Ley 26551, que despenalizó las injurias y las calumnias para expresiones no asertivas o que sean sobre asuntos de interés público.

10 Mensaje n° 1139, Expte. 22-PE-2009.

11 CSJN (15.06.2010), “Thomas, Enrique c/ E.N.A. s/ amparo.”

12 CSJN (5.10.2010). “Grupo Clarín y otros SA s/medidas cautelares”.

13 CSJN (22.05.2012), “Grupo Clarín y otros S.A. s/medidas cautelares”; (27.12.2012), “Grupo Clarín y otros S.A. s/medidas cautelares.”

14 CSJN (29.10.2013), “Grupo Clarín SA y otros c/ Poder Ejecutivo Nacional y otros s/ acción meramente declarativa”, cons. 21 del voto de la mayoría; cons. 8 a 16 del voto de Petracchi; cons. 10 del voto de Zaffaroni

15 A modo de ejemplo ver Bleta (2009), Majul (2009). Para un detalle sobre el modo en que las corporaciones mediáticas, especialmente Clarín, publicaron en contra de la Ley ver Mayorana (s/d).

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