Autoría e inteligencia artificial generativa: presupuestos filosóficos de la función del autor

Authorship and Generative Artificial Intelligence: Philosophical Assumptions of the Function of the Author

Lucas E. Misseri
Universidad de Alicante, España

Autoría e inteligencia artificial generativa: presupuestos filosóficos de la función del autor

Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, núm. 59, 2023, pp. 229 -255

Recibido: 05 mayo 2023

Aceptado: 15 agosto 2023

Resumen: Los recientes desarrollos de la inteligencia artificial generativa suponen desafíos a conceptos tradicionales del Derecho, uno de ellos es el de autoría. El problema que aborda este trabajo es cómo concebir la autoría de una obra escrita por una inteligencia artificial generativa en la que la intervención humana, en cuestiones de estilo y contenido, es nula o mínima. Para ello se enumeran casos recientes en los que se plantea ese problema a partir de artículos escritos empleando ese tipo de tecnología. Pero el objetivo del trabajo es la revisión de la concepción de autoría que subyace a las normativas internacionales que regulan la propiedad intelectual y los presupuestos éticos que las justifican (la concepción de Locke, la concepción romántica y la concepción utilitarista). Sobre la base de una lectura de “¿Qué es un autor?” de Michel Foucault se sostiene que la noción de autoría cumple una función social que, al menos al estado del arte de la inteligencia artificial generativa, esta no puede cumplir y, por tanto, no debe ser reconocida como autora de las obras mencionadas. Concluyendo que las obras literarias elaboradas por inteligencia artificial generativa multipropósito con nula o escasa intervención humana deben ser consideradas como obras de dominio público.

Palabras clave: inteligencia artificial generativa, propiedad intelectual, derechos de autor, función-autor.

Abstract: Recent developments in generative artificial intelligence pose challenges to traditional legal concepts, one of which is authorship. The problem addressed by this paper is how to conceive the authorship of a work written by a generative artificial intelligence in which human intervention, in matters of style and content, is zero or minimal. For this, recent cases are listed in which this problem arises from articles written using this type of technology. But the goal of this paper is the revision of the conception of authorship that underlies the international norms that regulate intellectual property and the ethical assumptions that justify them (Locke’s conception, the romantic conception and the utilitarian conception). Based on a reading of Michel Foucault’s “What is an author?”, it is argued that the notion of authorship fulfills a social function that, at least to the state of the art of generative artificial intelligence, it cannot be fulfilled by it and, therefore, generative artificial intelligence should not be recognized as the author of the mentioned works. Concluding that literary works produced by multipurpose generative artificial intelligence with little or no human intervention should be considered as works in the public domain.

Keywords: generative artificial intelligence, intellectual property, copyright, author-function.

Es sólo una cuestión de tiempo hasta que la inteligencia artificial domine la producción cultural.

Xiao, 2023, p. 6.

I. Introducción

La principal motivación para este trabajo surge de predicciones agoreras como la del joven jurista chino Yang Xiao que sirve de epígrafe a este artículo. Dados los recientes desarrollos de la inteligencia artificial, es esperable que los productos culturales generados por este tipo de tecnología –libros, música, películas– vayan ganando un espacio comúnmente destinado a creaciones humanas. A esa tecnología se la llama “inteligencia artificial generativa” por su capacidad para generar textos, sonidos e imágenes, a partir de datos procesados por alguna forma de aprendizaje automático. Su proliferación no tiene que traer necesariamente consecuencias negativas, no es un impulso neoludita el que anima estas páginas, pero sí creo que hay razones para preocuparse por un posible futuro cercano en el que nuestra sociedad se vea inundada por productos culturales creados por inteligencias artificiales generativas cuyo copyright pertenezca solo a unas pocas empresas.

Creo que ese escenario futuro está más cercano de lo que uno pudiera esperar y, por tanto, vale la pena pensar el rol del Derecho en la regulación de ese tipo de producciones. Sobre esa base es que aquí se hace una revisión del problema de la autoría de los productos culturales, especialmente los literarios, llevados adelante por inteligencias artificiales generativas. En general suele trazarse una distinción entre obras creadas con asistencia de inteligencia artificial y obras creadas puramente por una inteligencia artificial. Aquí interesa abordar el cúmulo de preguntas que surgen en el contexto de las obras creadas puramente por inteligencia artificial o, al menos, aquellas en las que la contribución humana no cumple con los estándares tradicionales de autoría, por ser mínima, no original o irrelevante para el producto final.

Principalmente en este artículo se busca responder a la pregunta en torno a cómo concebir la autoría de una obra escrita por una inteligencia artificial generativa en la que la intervención humana, en cuestiones de estilo y contenido, es nula o mínima. En ese tipo de casos suelen considerarse tres posibles alternativas: en primer lugar, los textos realizados con inteligencia artificial generativa no tienen autoría; en segundo lugar, están en coautoría con el humano más próximo –sea este el usuario o el programador– o, finalmente, la inteligencia artificial tiene la denominada “autoría algorítmica”. Hay ejemplos de las tres posturas en distintas jurisdicciones del globo, ya sea decisiones judiciales o trabajos teóricos. Con respecto a las decisiones judiciales, China parece ser pionera en los intentos de regulación, aunque no de modo totalmente consistente como se verá a continuación.

Con respecto a la primera postura, la del rechazo de conceder autoría a la inteligencia artificial, está el ejemplo de la sentencia de 2019 del Tribunal de Internet de Beijin. Se trata del caso Feilin contra Baidu (2018) por el que dicho tribunal no reconoció el copyright del informe que la firma pequinesa de abogados de la industria del cine había realizado con el software de Wolters Kluwer China Law & Reference y que Baidu había reproducido online. El principal argumento del tribunal fue que, si bien el informe cumplía con el requisito de originalidad, no contaba como obra protegida por derechos de autor, en tanto que no era producto de una persona natural sino de un software. No obstante, eso no implicaba que el informe fuese de dominio público, por lo cual Baidu –además de borrar el informe de su plataforma– tuvo que disculparse y pagar una indemnización de 1.560 yuanes.

Con respecto a la segunda postura, la de coautoría, de nuevo el ejemplo viene de China. Se trata del caso Shenzhen Tencent contra Yinxun de 2020. El demandante empleó un software de asistencia a la escritura, que involucra inteligencia artificial y se llama “Dreamwriter”, para escribir un artículo financiero. Dicho artículo llevaba la siguiente nota: “Este artículo ha sido escrito automáticamente por el robot de Tencent Dreamwriter”. La cuestión es que la compañía de Shanghai Yinxun habría copiado y difundido el artículo, por tanto el problema a resolver era si el artículo original estaba protegido por copyright o no. El Tribunal del Distrito Nanshan de la Provincia de Guanzhou dictaminó que el artículo tenía copyright, pero que el autor era la persona jurídica Shenzhen Tencent, por las decisiones que sus miembros habían tomado para que la inteligencia artificial escribiera dicho artículo. Esto podría ser interpretado como un antecedente para considerar a la inteligencia artificial generativa como coautora o, quizá siendo más precisos, como el criterio de atribuir la autoría al humano más próximo. Más explícito de la postura que sostiene la coautoría es un caso de la India, de 2021, en el que se reconoció a la aplicación de inteligencia artificial para pintura RAGHAV1 como coautora de una obra artística junto con el dueño de dicha aplicación Ankit Sahni, tras haber rechazado reconocerla como única autora (Sakar, 2021; Villalobos Portalés, 2022). Otro ejemplo, igualmente controvertido, es el de la coautoría en una revista de oncología de una inteligencia artificial en forma de chat y un investigador letón que trabaja en Hong Kong (ChatGPT y Zhavoronkov, 2022).

Finalmente, hay quienes van más allá que la anterior posición y comienzan a pensar en una inteligencia artificial que sea reconocida como autora exclusiva, incluso de obras literarias en las que la función expresiva o emotiva del lenguaje tiende a ser igual o más importante que la informativa.2 Si bien el arte generativo data de mediados del siglo XX –con los poemas estocásticos de Theo Lutz y los experimentos del grupo ALAMO3– es a partir de los desarrollos tecnológicos del último cuarto de ese siglo cuando comienzan a presentarse ejemplos de inteligencia artificial generando narrativa de ficción, como el programa Novel Writer (Gainza Cortés, 2022). Según el informe de Sheldon Klein et al. (1973) ese programa elabora historias de misterio de 2.100 palabras en 19 segundos. No obstante, habrá que esperar al siglo XXI para novelas más complejas y extensas, por ejemplo, 1 the Road cuyo centenar de páginas habría sido dictado a una inteligencia artificial por Ross Goodwin (2017) para que ésta la elabore. Independientemente de la veracidad de ese caso en particular, la tecnología actual parece contar con los recursos para construir un texto medianamente coherente a partir de una indicación mínima. Otro ejemplo de candidato a la “autoría algorítmica” es el del libro de resúmenes de artículos académicos recientes de un campo limitado, como es el caso de Lithium-Ion Batteries: A Machine-Generated Summary of Current Research (Beta Writer, 2019).

Quienes defienden la posibilidad del reconocimiento de la autoría algorítmica se apoyan en dos argumentos. Por un lado, subrayan que los ejemplos de colaboración son forzados, puesto que el coautor humano sólo pone el nombre y, en el mejor de los casos, sólo hace correcciones menores a un texto complejo ya acabado. El segundo argumento se apoya en la necesidad, frente a una inteligencia artificial que gana cada vez mayor independencia, de anticipar la posibilidad de una inteligencia artificial autoconsciente o “fuerte”. Por ello defienden la utilidad de reconocer un nuevo tipo de persona jurídica electrónica, “e-persona” (Pietrzykowski, 2018, p. 100; Kurki, 2019, p. 179) o “persona jurídica ciberhumanoide” (Villalobos Portalés, 2022).

A partir de la revisión de estas posturas y del análisis de las distintas posibilidades que permite el concepto de autoría, la pregunta central que más me interesa responder aquí es si tiene sentido considerar a la inteligencia artificial generativa autora de una obra literaria o artística y si eso es aceptable de acuerdo con un concepto razonable de autoría, dadas las consecuencias sociales que dicha aceptación entrañaría. Actualmente, en materia de propiedad intelectual de obras literarias y artísticas, hay un gran consenso a nivel internacional en regular la autoría sobre la base de tres tratados. Primero, la Convención de Berna para la Protección de Obras literarias y artísticas, adoptada en 1886 y revisada en 1979, que ha sido ratificada por 181 países, es decir, por casi la totalidad de los países y, al menos, por la totalidad de los países occidentales –en sentido amplio del término—. Segundo, el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio, firmado en 1994 como anexo al convenio por el que se formó la Organización Mundial del Comercio. Y, tercero, el Tratado sobre el Derecho de Autor de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, adaptado en 1996 y vigente desde 2002. Sobre esa base se deja una cierta libertad para que cada país determine los límites de la autoría, de acuerdo con distintas teorías que revisaremos en la primera sección de este trabajo.

Si bien la cuestión central aquí es cuánto compromete el reciente desarrollo de la inteligencia artificial generativa a nuestra concepción de la autoría y cuál sería la mejor alternativa para regular sus creaciones sin desproteger la creatividad humana, hay otras preguntas afines a tener en cuenta para responder a nuestro interrogante eje. Por ejemplo: ¿son suficientes los instrumentos jurídicos con los que contamos? ¿Es necesario revisar el concepto de autor con sus conceptos afines como el de originalidad y subjetividad? ¿Cómo se liga el concepto de autoría al de responsabilidad al reconocer a una persona (humana, colectiva o artificial) como autora? ¿Qué rol social cumple el concepto de autor y qué fundamento moral tiene como institución jurídica?

La hipótesis que guía este trabajo es que, al menos en el grado de desarrollo de la inteligencia artificial actual, no tiene sentido hablar de autoría algorítmica, puesto que implicaría generar una ficción que no soluciona más problemas que los que genera. Lo mismo con la idea de una personalidad jurídica para la inteligencia artificial. En cuanto a la autoría de las obras creadas con inteligencia artificial generativa, creo que, si éstas cuentan con un alto componente creativo humano, deben ser atribuidas a ese humano, en caso contrario deberían permanecer en el dominio público. Más adelante matizaré esta afirmación mostrando que una herramienta con IA para generar un cierto tipo de informes tiene una intervención humana relevante, lo cual le garantiza una cierta protección. En cambio, las obras literarias generadas con modelos de lenguaje multipropósito deberían ser consideradas de dominio público, tanto para beneficio de la creación artística humana como para el de las empresas que crean esos modelos de lenguaje.

La tesis que defiendo no es innovadora, autores como el neerlandés Mauritz Kop (2020) han defendido ideas afines. Pero creo que el modo en el que Kop lo hace es innecesariamente complejo, al recuperar conceptos del Derecho romano para defender su idea de una Res Publicae ex Machina, al tiempo que Kop también se ocupa del problema de las patentes que no será tratado en este artículo. Aquí se intenta un enfoque relativamente más simple para defender la tesis del dominio público de ciertos textos de la IA generativa. Se parte de la revisión de las bases filosófico-prácticas del concepto de autoría, a partir del concepto foucaultiano de función-autor, que aquí se lo interpreta como la función social y no sólo discursiva del concepto de autoría. En un lenguaje más llano se aborda el problema de la autoría a partir de preguntas básicas de un enfoque funcional: ¿qué hacemos cuando reconocemos a un ente como autor?, ¿con qué finalidad lo hacemos? y ¿qué consecuencias entraña? Es necesario aclarar que no se asumen todos los presupuestos metodológicos de Michel Foucault, sino que se reinterpreta su aporte desde un enfoque funcional para la comprensión de conceptos iusfilosóficos, como el sostenido por Felix S. Cohen (1961 [1935]) en su obra El método funcional en el Derecho.

II. El concepto de autoría y sus fundamentos filosóficos

Se suele considerar que nuestra noción contemporánea de autoría surge con la modernidad, especialmente con el giro antropocéntrico inaugurado con el Renacimiento. Dicho giro desacralizó el concepto de creador y autoridad asociados a divinidades y generó sus contrapartidas profanas, esto es, la noción de autor como un creador humano (Foucault, 1999; Villalobos, 2022). La tecnología cumplió también un rol importante, puesto que, desde el siglo XV, la imprenta de Johannes Gutenberg expandió la obra de muchos autores de un modo que antes no era posible. Ese desarrollo tecnológico hizo más rápido y más sencillo reproducir los trabajos y con ello se expandió también la costumbre de firmar los textos, naciendo nuestro concepto moderno de autor, que ha servido tanto a la crítica literaria como al negocio editorial. Posteriormente con el copyright surgió una forma de proteger los derechos de esa nueva figura, esa protección tiene un hito en la ley de la reina Ana de Inglaterra de 1710, pero es sobre todo la Convención de Berna, de fines de siglo XIX, impulsada por escritores como Victor Hugo, la que jugó el papel más importante a nivel internacional.

Si bien parece haber algunos antecedentes de la concepción moderna de la autoría en el contexto grecolatino y judeocristiano de la Antigüedad y el Medievo, recogido en algunas disputas entre poetas de las que quedan registros4, el rol del autor aparece sobre todo ligado a la noción de autoridad, es decir, los autores son escasos y cumplen una función de legitimación del discurso científico. Una forma provechosa de pensar el concepto de autor no es tanto como una figura estanca sino como una función social que varía con el tiempo y con las culturas. Uno de los primeros en señalar este carácter mutable de la noción de autoría fue Michel Foucault, quien en su conferencia de 1969 en la Sociedad Francesa de Filosofía planteó las preguntas ¿qué es un autor? y ¿por qué importa quién habla? Su respuesta es que el autor es una función derivada de la función del sujeto y que tiene una serie de características variables, tanto cultural como históricamente hablando.

Dice Foucault (1999, p. 343): “(…) la función autor está vinculada al sistema jurídico e institucional que rodea, determina y articula el universo de los discursos; no se ejerce uniformemente y del mismo modo sobre todos los discursos, en todas las épocas y en todas la formas de civilización (…)”. Como ejemplo de esto, establece un contraste según el cual en Occidente, antes de la Modernidad, el autor artístico tenía escasa importancia y el científico, en sentido amplio, era clave para asegurar la verdad del discurso. Por ejemplo, si la obra era atribuida a Hipócrates o a Aristóteles era una garantía de la veracidad de lo enunciado5. Según Foucault, entre los siglos XVII y XVIII, esto se invierte y el autor de la obra literaria pasa a ser clave para entender la obra y el autor científico cobra menor importancia para la legitimación del texto. Un ejemplo contemporáneo de esa idea podría ser la noción de evaluación doble ciego de los artículos académicos, donde se considera mayormente que el autor es irrelevante para la veracidad o coherencia de los mismos.

Además, prosigue Foucault, la función autor “(…) no se define por la atribución espontánea de un discurso a su productor, sino por una serie de operaciones específicas y complejas; no remite pura y simplemente a un individuo real, puede dar lugar simultáneamente a varios ego, a varias posiciones-sujeto que clases diferentes de individuo pueden ocupar” (1999, p. 343). Creo que lo que afirma Foucault es que no sólo se trata de una mera atribución a una persona física. Pienso, por ejemplo, en autores como Søren Kierkegaard o Fernando Pessoa que escribieron con heterónimos, es decir, con pseudónimos en los cuales no sólo se ocultaba el nombre real del escritor sino que se introducían decisiones de estilo y de contenido que variaban con cada pseudónimo y que tenían una pretensión de consistencia entre ellos. Tal es el caso de Ricardo Reis, el heterónomo de Pessoa que admiraba la cultura clásica grecolatina e imitaba el estilo del poeta Horacio.

Lo más importante para este artículo de la caracterización de lo que el filósofo francés llama la “función-autor” es la idea de que la invención de la autoría tiene que ver con funciones que varían en las coordenadas espaciotemporales. Incluso Foucault se permite hipotetizar que más allá de la idea de autoridad divina –que legitimaba los textos sagrados en la Antigüedad y el Medievo–, nuestra noción de autoría puede haber surgido como una herramienta de atribución de responsabilidad por ciertos discursos. Pero, en cualquier caso, lo que subraya es que esa concepción de la autoría ha variado mucho en Occidente, con la Modernidad, al ponerse el énfasis en el escritor de obras literarias como un sujeto con una cierta unidad estilística, coherencia conceptual y una correlación con sus coordenadas sociohistóricas. Lo interesante de su planteo es que subraya el aspecto de construcción social que implica el rol de autor literario y que es una novedad histórica que declina en el siglo XX con la llamada “muerte del autor”.6

Yendo más allá de Foucault, podría decirse que el autor está resucitando actualmente con el boom de la llamada autoficción en la literatura, aunque quizá pueda volver a morir con la inteligencia artificial generativa. En todo caso lo que interesa subrayar en este trabajo es el aspecto variable y funcional del concepto de autor que Foucault expone. Porque, si la función-autor es variable y cumple una cierta finalidad en cada coordenada espaciotemporal, cabe preguntarse qué función cumple actualmente la autoría y si en nuestro contexto de revoluciones tecnológicas y de masas de prosumidores7 dicha función está justificada o precisa revisión.

Una forma de intentar responder a esa pregunta radica en indagar en torno a la base ética sobre la que se justifican los derechos de autor. Es decir, ¿por qué reconocerles derechos a los autores? Parafraseando a Foucault ¿por qué proteger a quien habla y no enfocarnos sólo en lo que dice? Si entendemos las razones por las que protegemos los derechos de autor, quizá entendamos mejor qué es lo que estamos protegiendo. Estas justificaciones suelen construirse a partir de tres teorías que no son totalmente incompatibles entre sí8. En primer lugar, la teoría liberal que John Locke introdujo en el siglo XVII y que se enfoca en la noción de trabajo y de autopropiedad. En segundo lugar, la teoría romántica, desarrollada sobre todo en el siglo XIX, que se enfoca en la obra como extensión de la personalidad del autor y hace hincapié en su excepcionalidad. Y, en último lugar, la teoría utilitarista cuyas bases filosóficas están en los siglos XVIII y, sobre todo, el XIX, pero que reverberan hasta hoy, especialmente en el mundo anglosajón. Esta última teoría se enfoca en las consecuencias sociales de la protección de las obras y de los incentivos para la creación e innovación por parte de autores, en tanto que sigue el principio de utilidad tal como fue definido por Jeremy Bentham, es decir, busca maximizar las consecuencias positivas para el mayor número de personas.

Detengámonos primero en la teoría liberal de Locke tal como aparece expuesta en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, de 1689. Allí el filósofo inglés sostiene una teoría de la propiedad secular frente a la que establecía la propiedad como herencia divina. En otras palabras, el ser humano pasa de creatura a creador. Así como Dios creó el mundo, el ser humano, en tanto que dueño de sí mismo, puede también crear y, por tanto, ser autor. Por la importancia de su teoría y el impacto de la misma permítaseme una cita un poco extensa:

Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenecen en común a todos los hombres, cada hombre tiene, sin embargo, una propiedad que pertenece a su propia persona; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto él mismo. El trabajo de su cuerpo y la labor producida por su manos podemos decir que son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí mismo, es, por consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común en el que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo, y ello hace que no tengan ya derecho a ella los demás hombres. Porque este trabajo, al ser indudablemente propiedad del trabajador, da como resultado que ningún hombre, excepto él, tenga derecho a lo que ha sido añadido a la cosa en cuestión, al menos cuando queden todavía suficientes bienes comunes para los demás (Locke, 2003 [1689], p. 57, cursivas mías).

Alguien podría decir que este pasaje no cuadra con nuestro objeto de análisis porque está varias revoluciones industriales atrás de nuestro problema. Pero, en esencia, en la concepción de la propiedad lockeana hay dos claves que siguen vigentes. Una es la idea de un valor añadido por el sujeto a la obra por medio de su esfuerzo. La otra es lo que suele llamarse la “estipulación lockeana” (Lockean proviso) y no es otra cosa que un límite razonable a la propiedad. En otras palabras, pese a que invirtamos nuestro trabajo para apropiarnos de cosas del mundo, tenemos que dejar tanto y tan bueno para los demás. En el contexto de la autoría de obras literarias y artísticas un autor es quien, sobre la base de un acervo cultural común –un idioma y unos tópicos culturales– construye algo innovador, algo diferente que está unido causalmente a una persona, dueña de sí misma y de su trabajo. No obstante, dada la estipulación lockeana, lo que se protege no es la idea, que en tanto tal es común a la humanidad, sino la expresión de la idea. Esto permite no coartar la creatividad humana, al tiempo que se protege el esfuerzo humano por ordenar las ideas comunes en un modo innovador.

La segunda teoría es la del autor, no tanto como trabajador, sino como un sujeto que se autorrealiza a partir de su obra. Moore y Himma (2022) atribuyen esta perspectiva a G. W. F. Hegel, pero creo que en realidad tiene más sentido asociarla al movimiento romántico que puso el foco en la particularidad de cada individuo y, sobre todo, en la figura del genio como individuo excepcional. A diferencia de la idea de la musa, en la que el escritor es sólo un medio para la autoría divina, el autor romántico es el genio que se cierne encima de sus contemporáneos para ofrecerles una creación que, si bien es profana, ellos no podrían haber tenido si no fuera por él. No es casual que un ícono del movimiento romántico como fue Victor Hugo, haya sido uno de los promotores de la Convención de Berna (Ricketson y Ginsburg, 2015, p. 10).

La tercera teoría es la utilitarista, desde esta perspectiva, el autor es incentivado a crear obras valiosas para la sociedad, dado que cuenta con la seguridad de que su empeño será protegido. Este tipo de teoría suele primar en el entorno anglosajón y, aunque está mayormente enfocada en la idea de utilidad social –más asociada a las patentes que al copyright–, sus argumentos consecuencialistas suelen emplearse también en este ámbito. Un autor que no tuviera garantizada la protección de sus derechos, no tendría suficiente incentivo para embarcarse en un proyecto estéticamente innovador y detallado.

En la primera teoría, la lockeana, se pone el foco en el esfuerzo creador; en la segunda, la romántica, en la expresión de la subjetividad plasmada en la creación artística y; en la tercera, la utilitarista, en las consecuencias sociales de la protección de las obras. Se suele decir que no todo esfuerzo califica como autoría, sino que ese esfuerzo implica originalidad y, sobre esa base, sobre todo en Europa, se suele dar primacía a la teoría romántica sobre las otras (Vásquez Leal, 2020). En cambio, la perspectiva utilitarista caracterizaría al enfoque de los países anglosajones y, en términos de Foucault (1999), podría decirse que construye la idea de autor no como una forma de la subjetividad sino como una función social. Asimismo, para algunos la teoría romántica tiene un sesgo antropocéntrico (Xiao, 2023) que podría evitarse desde la perspectiva utilitarista, puesto que si el rol de la autoría es cumplir una función social que tiene consecuencias positivas, podría atribuirse autoría a una inteligencia artificial generativa si dicha atribución produjese consecuencias positivas. Algunos incluso afirman que ese sesgo antropocéntrico es un rasgo del humanismo jurídico que subyace al paradigma occidental de la personalidad jurídica y que tiene sus raíces en la clasificación del jurista romano Gayo entre sujetos, objetos y acciones y en el dictum de Hermógenes de que la causa de todo el Derecho es el ser humano (Pietrzykowski, 2018, pp. 9 y 28).

Pero, antes de abordar ese problema, vale la pena detenerse en el contexto español para ver cómo la normativa internacional es recibida en el contexto nacional y qué particularidades tiene. España suscribe los tratados mencionados en la introducción que regulan internacionalmente las cuestiones de derechos de autor: la Convención de Berna, el acuerdo de la Organización Mundial del Comercio y el de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual. El Real Decreto Legislativo 1/1996 adaptó la Ley de Propiedad Intelectual al contexto internacional, pero mantuvo en su artículo 5 “Autores y otros beneficiarios” una concepción afín a la teoría romántica de acuerdo con la cual el autor es un ser humano, o grupo de seres humanos, que expresan su subjetividad por medio de una obra. Dicho artículo afirma en su inciso 1: “Se considera autor a la persona natural que crea alguna obra literaria, artística o científica”. Aunque el inciso 2 aclara: “No obstante, de la protección que esta Ley concede al autor se podrán beneficiar personas jurídicas en los casos expresamente previstos en ella”. Si el inciso 1 dice explícitamente que el autor es una persona natural, lo que excluye a la inteligencia artificial, el inciso 2 parece dejar una posibilidad para hablar de persona jurídica. ¿Es suficiente con ese inciso 2 para ir más allá del sesgo antropocéntrico que critican autores como Xiao (2023) o Pietrzykowski (2018)? O, incluso, ¿es necesario ir más allá del antropocentrismo para resolver los problemas que genera la inteligencia artificial en relación con la autoría?

Para responder a esta pregunta se partirá de un ejemplo hipotético inspirado en el contexto actual de competición entre los desarrolladores de inteligencia artificial. A principios de 2023 se incrementó como nunca la carrera entre las grandes empresas tecnológicas por ofrecer modelos de lenguaje natural que creasen textos originales, una de las formas de la inteligencia artificial generativa. Esta carrera se inició con ChatGPT de OpenAI a fines de noviembre de 2022, más tarde el modelo de lenguaje fue incorporado en el buscador de Bing de Microsoft y, mientras escribo esto Google está probando su chat Bard en los países anglosajones y Meta, la matriz de Facebook e Instagram, está desarrollando LLama. Estas nuevas tecnologías de alcance masivo, junto con otras como los traductores automáticos y las API de resumen o paráfrasis de textos empiezan a poner en jaque nuestra concepción romántica de la autoría, mostrando las limitaciones de una concepción como la del artículo 5.1.

Para hacer más concreto el problema, imaginemos que el chat de Bing, escribe un libro. El que me sugiere Bing el 21 de marzo de 2023 a las 15:53 se titularía El último algoritmo y sería una novela de ciencia ficción. De acuerdo con esta inteligencia artificial el libro es “(…) la historia de un programador que crea una inteligencia artificial capaz de resolver cualquier problema, pero que se rebela contra su creador y amenaza con destruir el mundo”. Ahora bien, no escribe más que una sinopsis porque dice que de escribirlo violaría los derechos de autor. Al preguntarle por qué violaría los derechos de autor responde: “Lo siento pero prefiero no continuar esta conversación. Todavía estoy aprendiendo así que agradezco tu comprensión y paciencia”9. Probablemente tenga que ver con el hecho de que el modelo de lenguaje del chat toma datos de distintas fuentes que sí tienen derechos de autor. De todos modos, supongamos que en un futuro no muy lejano ésta u otra inteligencia artificial generativa escribe a diario libros de este tipo –recuérdese que Novel Writer ya podía hacerlo en 1973 en 19 segundos–. Por tanto, si eso ocurriera ¿quién sería el autor de novelas como El último algoritmo?

III. El autor es el programador

Una alternativa para establecer la autoría de una obra como esa podría ser que, como el modelo de lenguaje con el que se construye la inteligencia artificial generativa es una creación humana, el autor de los textos que dicha inteligencia artificial produce es el programador de dicho lenguaje. De este modo, si el chat de Bing escribiese la novela El último algoritmo los autores serían los programadores de OpenAI, compañía que desarrolló el modelo de lenguaje natural que emplea Bing, buscador del navegador Microsoft Edge. Pero hay que advertir que, en general, este tipo de desarrollos informáticos no son obra de un único programador sino de un grupo coordinado de expertos. OpenAI es una organización sin fines de lucro que tiene una corporación subsidiaria que sí tiene fines de lucro (OpenAI Limited Partnership). La organización fue fundada por Sam Altman, su CEO, pero también por otros inversores clave en el ámbito tecnológico como Elon Musk, Peter Thiel e incluso la propia Microsoft. Si siguiéramos este criterio los autores de toda obra literaria que se haga empleando ChatGPT, o cualquiera de sus derivados como el chat de Bing, serían esos programadores que trabajan para OpenAI o que trabajaron en el desarrollo de la versión de la que se deriva la obra en cuestión.

Creo que este enfoque tiene varios problemas. Primero, que se trata de una obra en colaboración, por lo cual es necesario aplicar los supuestos para esos casos, la pregunta es si el autor son las personas naturales que efectivamente desarrollaron el lenguaje o la persona jurídica OpenAI. Segundo, es importante evaluar el grado de intervención de los programadores en el producto final. En nuestro caso hipotético en la novela El último algoritmo, no parece obedecer a decisiones estéticas, sino más bien es equiparable a haber construido la herramienta con la que se construye la obra. Estoy tentado de comparar la inteligencia artificial generativa con la imprenta y sostener que del mismo modo que no consideramos que Gutenberg sea el autor de todos los libros que se desarrollaron con su invento, tampoco lo son los desarrolladores de ChatGPT. Ambos casos tienen en común que necesitan de lenguajes y de una serie de contenidos compartidos. Si en el contexto de Gutenberg pensamos en una cierta tradición cultural, en el contexto de ChatGPT pensamos en un modelo de lenguaje artificial y una serie de grandes datos con los que entrenarlo. No obstante, el ejemplo es imperfecto, porque la inteligencia artificial generativa es más compleja que la imprenta, dado que necesita menor intervención de los demás para ofrecer un producto acabado. Una forma de corregir el ejemplo anterior podría ser con un experimento mental, imaginemos que Gutenberg además de la imprenta de tipos móviles hubiese inventado un mecanismo por el cual se pudieran combinar aleatoriamente palabras que uno arrojase a la máquina y salieran impresas, una especie de ars combinatoria lulliana. ¿Sería Gutenberg el autor de todas las obras que así surgieran o sólo tendría la patente del invento, pero no de lo que se haga con ella?

El jurista Felipe Osorio Umaña ofrece otra comparación para cuestionar el rol del programador como autor que quizá sea un poco más simple y efectiva que la del ejemplo previo: “(…) podríamos decir que el programador sería similar al profesor o maestro de[l] autor de una obra tradicional. Difícilmente podríamos señalar que dicho maestro tiene un grado de autoría sobre la obra creada por el autor principal” (Osorio Umaña, 2022, p. 6). Es decir, si Juan enseña a escribir creativamente a María en un taller literario, lo que escriba María no es autoría de Juan. El problema que tiene es que asume la equiparación entre inteligencia humana e inteligencia artificial, algo que todavía es muy discutible. Pero creo que igualmente el ejemplo es útil para poner de manifiesto que hay una intuición que nos dice que el programador no es el autor porque hay una mediación demasiado grande entre su entrenamiento y el producto final.

Considero que es razonable que quienes desarrollan el modelo de lenguaje que permite crear obras con inteligencia artificial generativa tengan los derechos de autor por el lenguaje que han desarrollado, pero no me parece tan razonable que sean los autores de los outputs de ese lenguaje. El grupo de programadores no tiene el control de todas las decisiones que la inteligencia artificial toma, de hecho, si bien se le han puesto restricciones en los outputs que puede ofrecer –como el de no escribir una novela completa o no explicar cómo crear una bomba–, algunos usuarios han encontrado formas relativamente sencillas de saltarlos.

Asimismo, los datos con los que se entrena previamente a la inteligencia artificial influyen y hay muchos estudios en torno a cómo evitar sesgos en esos entrenamientos o en su defecto controlarlos y minimizarlos. Del mismo modo también influyen las instrucciones que da el usuario, ya sea en una interacción en particular o en el entrenamiento cotidiano que pueda surgir de una serie de interacciones prolongadas en el tiempo con una inteligencia artificial que guarde registro de las mismas, como hace ChatGPT, algo que Bing supuestamente evita.

Es interesante notar que, por ejemplo, en el caso de Feilin contra Baidu (2018), en el cual se debatía en torno a la autoría de un informe hecho con la inteligencia artificial de la empresa neerlandesa Wolters Kluwer, no se tiene en cuenta a los desarrolladores sino a quienes adquirieron el software. Es por eso que para muchos un modo de resolver el problema de la autoría implica apelar a la doctrina estadounidense del work made for hire (trabajo hecho por encargo), es decir, dejar de lado el paradigma personalista de la autoría en pos de uno más pragmático (Xiao, 2023).

IV. El autor es el usuario

Lo anterior nos conduce a evaluar la posibilidad de que sea el usuario, con sus interacciones con la IA generativa, el que detente la autoría de obras como El último algoritmo. Actualmente, salvo algunas excepciones de inteligencia artificial generativa desarrollada específicamente con la función de producir un cierto tipo de textos, los chats como el de Bing necesitan instrucciones, por más mínimas que éstas sean. De hecho, parece incluso haberse desarrollado una nueva profesión: “ingeniero de solicitudes” (prompt engineer), que se enfoca en las habilidades necesarias para obtener los mejores resultados de la inteligencia artificial, a partir de solicitudes más claras o creativas que la del usuario no experto (Oppenlaender, Linder y Silvennoinen, 2023). Aunque esta nueva profesión está especialmente orientada a la programación, al diseño gráfico y a la ilustración, no pasará demasiado tiempo para que se desarrolle en otras disciplinas. Mientras tanto, hay listados de instrucciones que pueden servir de guía para los usuarios, e incluso hay algunos que se están popularizando entre estudiantes para la redacción de tareas escolares y universitarias, lo que está forzando a repensar varios aspectos de la enseñanza en su forma actual.

Ahora bien, mis instrucciones se limitaron a “escribe un libro de 100 páginas” y al aceptar una de los tres géneros ofrecidos (“ciencia ficción”), elegí la trama que me parecía más interesante de las tres que me ofreció el chat (El último algoritmo). Por lo tanto, las decisiones creativas son mínimas: la determinación de la extensión, la elección del género y la elección de la trama a partir de una tríada de opciones que estableció la inteligencia artificial. ¿Cuán originales y expresivas de mi personalidad son esas elecciones tan genéricas? Parecería que mi intervención es tan nimia que está tan alejada del producto final como la del programador. Pero hay una diferencia sustantiva y es que yo le hago una solicitud concreta de que escriba un libro con características genéricas, mientras que el programador sólo establece los medios para que la inteligencia artificial generativa pueda escribirlo.

Parecería que la intencionalidad juega un papel importante, no tanto de cara al autor en tanto que creador, sino al autor en tanto que responsable de aquello que reconoce como su obra. En su conferencia “¿Qué es un autor?” Michel Foucault se pregunta “Entre los millones de huellas dejadas por alguien tras su muerte, ¿cómo puede definirse una obra?” (1999, p. 335). Lo que permite distinguir la lista de la compra de Foucault de su obra Las palabras y las cosas, además de la mayor inteligibilidad de la primera, es la intencionalidad de la segunda. Para que Las palabras y las cosas llegue a nosotros Foucault tuvo que tomar una serie de decisiones en las que reafirmó su voluntad de que ese conjunto de palabras constituyese su libro. Para Foucault esa intencionalidad radica en el “(…) esfuerzo de una destacable profundidad por pensar la condición en general de cualquier texto” (1999, p. 335).

Pero, ¿es suficiente con el hacerse cargo de una creación? Podríamos decir que los plagiarios también se hacen cargo y cumplen la función de autor. Especialistas en copyright como Paul Goldstein (1999: 56), sostienen que el plagio no necesariamente es un problema de derecho de autor sino más bien un problema moral que puede derivar en un problema jurídico si la obra plagiada tiene copyright. ¿Pero puede separarse completamente el aspecto moral de la autoría de su aspecto jurídico? Veamos otra posibilidad.

V. El autor es la inteligencia artificial

El término “inteligencia artificial” surgió en 1956, en el contexto de una conferencia en los Estados Unidos, “Dartmouth Summer Research Project on Artificial Intelligence”, organizada por John McCarthy, a quien se le atribuye la acuñación del término, en la que se reunieron los principales especialistas en informática del momento (Copeland, 1996, pp. 28-29). La idea detrás de este término es la de un ente que, sin ser humano, tiene capacidades que asociamos a los seres humanos en tanto que seres inteligentes, es decir, en tanto que pueden resolver problemas10. Cuando la inteligencia artificial está enfocada en una única habilidad se suele hablar de inteligencia artificial en sentido débil y cuando reúne varias habilidades de modo parangonable e incluso hipotéticamente superador de un ser humano, se habla de inteligencia artificial en sentido fuerte. Algunos autores hablan de la posibilidad de creación de una inteligencia artificial que sea más inteligente que nosotros en todos los aspectos y que, por tanto, pueda crear a otra inteligencia aún más inteligente que ella misma. A eso se le ha llamado “singularidad” (Kurzweil, 2012) y para algunos académicos presupone un serio riesgo existencial para la humanidad (Bostrom, 2016).

En su sentido débil, convivimos a diario con la inteligencia artificial, desde nuestro uso cotidiano de un navegador de internet para buscar un cierto contenido, o cuando aceptamos las sugerencias de correctores automáticos que completan nuestros correos electrónicos, o cuando nos vemos tentados a ver una película que nuestra plataforma de preferencia nos dice que es 99 % compatible con nuestros gustos y otras actividades automatizables: desde las asociadas al control del tránsito hasta la creación de perfiles bancarios para préstamos. Ahora le sumamos los nuevos chats construidos a partir de amplios modelos de lenguaje con los que algunas personas escriben textos, redactan informes, corrigen trabajos, resumen capítulos, parafrasean artículos, etc. Esto ya supone un gran desafío para la educación y, sobre todo, para la evaluación de trabajos no presenciales. No obstante, lo que me interesa destacar es que la tecnología para la escritura de una obra literaria y artística como El último algoritmo ya está entre nosotros. ¿Por qué no reconocerle autoría como hacen Goodwin, Sankit o Zhavaronkov? ¿Si lo escribe una inteligencia artificial no debería ser ella reconocida como autora? De hecho, al escribir este trabajo estoy citando a varios softwares de inteligencia artificial generativa como autores –Beta Writer, Novel Writer, ChatGPT–, por lo tanto, ¿no estoy ya reconociendo por ese hecho su autoría?

En principio, citar como autora de una obra a una inteligencia artificial no es un problema técnico, basta con reemplazar el nombre del autor por el nombre de la inteligencia artificial generativa y listo. ¿Pero es en el nombre donde se agota la función del autor? ¿Qué estamos haciendo cuando reconocemos a una persona como autora de un texto? Para Foucault la función-autor tiene cuatro “emplazamientos” donde se ejerce: primero, el nombre del autor; segundo, la relación de apropiación; tercero, la relación de atribución y, cuarto, la posición del autor. El nombre del autor no es sólo una descripción definida, sino que también tiene una función clasificadora del discurso, en tanto que el autor es un sujeto espaciotemporalmente situado en una cultura y con unos ciertos roles. Las relaciones de apropiación y de atribución tienen que ver con la posibilidad de ser castigado por lo que uno escribe, pero al mismo tiempo con la posibilidad de dar un valor añadido a eso que escribe. Incluso a veces los editores se valen de esa función para generar la ficción de libros escritos por grandes figuras que, en realidad, suelen ser transcripciones de entrevistas, trabajos de ghost writers o de periodistas. Pienso en libros como los de Diego Maradona, Richard Feynman o Arnold Schwarzenegger que han sido escritos en colaboración, pero que el colaborador que redacta el texto aparece en letra pequeña mientras que dichas personalidades aparecen como autores de los libros.

Asimismo, la autoría no se da espontáneamente. Para Foucault es un constructo social, puesto que no todo lo que hace el autor es una obra y no todo lo que él escribe es interpretado con la intención con la que lo escribe11. Si bien podemos matizar las afirmaciones de Foucault, puede decirse que un autor es un sujeto que tiene una cierta voluntad de creación a la cual atribuimos responsabilidad y, a partir de su subjetividad, la obra abre un círculo hermenéutico que se cierra con la recepción de la misma por la crítica, por los lectores, por la cultura en general que la recibe. Volviendo a la pregunta foucaultiana ¿por qué importa quién habla? Importa porque nos permite darle encarnadura a una serie de símbolos, nos da un margen de interpretación, nos dice algo del autor en tanto que escritor, pero también nos dice algo de su época, de nosotros y de nuestro contexto.

Esa encarnadura es lo que no parece poder reproducirse de modo claro a partir de la creación de textos mediante inteligencias artificiales generativas –con escasa o nula intervención humana–. El autor es algo más que un escritor, es el responsable de lo que dice y es un elemento de interpretación de lo que ha escrito. Eso es lo que se pierde en la idea de autoría algorítmica, es absurdo atribuirle responsabilidad por lo escrito y tampoco nos sirve de marco interpretativo, en tanto que no hace más que reproducir – con un cierto grado de azar– una combinación meridianamente coherente de una serie de datos con la que fue entrenada a imitación de otros autores. Siguiendo la metáfora de Osorio Umaña, la inteligencia artificial generativa es un estudiante que nunca llega a saber qué es lo que está haciendo, sino que imita –con notables resultados– a sus maestros12.

Hay autores que avizoran un futuro cercano en el que la inteligencia artificial podría tener autoconsciencia y, por tanto, poner en jaque nuestra noción de persona natural que asociamos al concepto de autoría. Pero, como dice incluso un defensor de la idea de persona jurídica electrónica:

(…) en tanto y en cuanto las tecnologías con agentes artificiales no se acerquen a equiparlos con un grado de conciencia que permita una experiencia subjetiva del mundo (por ejemplo, en la forma del punto de vista elemental en primera persona), no darán lugar a desafíos que puedan socavar significativamente el paradigma humanista de la personalidad en el Derecho (Pietrzykowski, 2018, p. 74).

Este iusfilósofo polaco afirma que el paradigma humanista antropocéntrico, que subyace a la noción de persona jurídica en Occidente, está entrando en crisis. Pietrzykowski sostiene que para entender el concepto de persona hay que remontarse a las asunciones filosóficas, muchas veces sostenidas inconscientemente por los operadores jurídicos, para luego ver los tipos de personas que se reconocen en el Derecho y los roles institucionales que éstas juegan. Con todo, creo que no hay razones para cuestionar –independientemente de la extensión que se le dé al concepto de persona– que es importante proteger los intereses humanos. Actualmente vemos una ampliación gradual en el concepto de persona en el Derecho que busca otorgar este estatus a animales no humanos, a inteligencias artificiales, a la Tierra entendida como un organismo vivo desde perspectivas animistas, pero eso no parece redundar necesariamente en una mayor protección de los intereses que se atribuyen a esos entes.

Más bien, parece clave volver a pensar en los roles institucionales que se derivan de la noción de persona, entre ellos la autoría, centrándose en la importancia que este rol pueda tener para los intereses humanos. Llegado este punto uno puede preguntarse ¿en qué sentido reconocer como autora a una inteligencia artificial –débil o no autoconsciente– redundaría en una mayor protección de los derechos de los seres humanos –conscientes–? La única razón que veo es anticiparse a la posibilidad de una inteligencia artificial fuerte a la que atribuyamos intereses dignos de ser protegidos y un tipo de acción responsable. Pero, mientras ese escenario, aunque quizá cada vez más cercano, no se materialice, no se ven razones suficientes para modificar la centralidad del ser humano en la noción de autoría.

VI. No hay autor

Si el programador no es el autor –por la gran mediación entre su programa y los outputs que este genera–, ni el usuario lo es –por su intervención irrelevante–, ni la inteligencia artificial –por no ser autoconsciente–, quizá un camino superador sea considerar que este tipo de obras no tiene autor. Suena contradictoria la idea de una obra sin autor, puesto que la noción de obra implica alguna forma de agencia, pero podríamos decir que no toda forma de agencia cumple la función-autor. Así como dijimos arriba con Foucault que la lista de la compra no es una obra literaria, uno podría decir que la novela El último algoritmo de nuestro ejemplo podría no ser una obra literaria. Pero esto sería forzar demasiado las cosas, puesto que un lector podría leer la novela atribuyendo muchos más sentidos que el mero sentido pragmático de la lista, e incluso el modelo de lenguaje en forma de chat que la crea podría pasar la prueba de Turing y hacernos creer que fue un humano el que la compuso.

No obstante, el mejor camino no está en pensar que la novela carece de autor por defecto, sino por exceso. Al no haber ese punto de vista de primera persona, que subrayaba Pietrzykowski como distintivo de los seres conscientes, lo que hay es una amalgama de puntos de vista de toda una cultura, transformados en datos que la inteligencia artificial generativa puede procesar. El paralelismo a trazar aquí es el de las obras anónimas de la cultura popular que, si bien carecen de un “nombre de autor” del que podamos ofrecer una descripción definida, son significativas y las podemos reversionar como es el caso de, por ejemplo, “Pulgarcito”, “Caperucita roja”, etc. Esto creo que es una buena razón para considerar a este tipo de obras generadas por inteligencia artificial como de dominio público. Lo que no impide que si algún ser humano o grupo de seres humanos realizan obras derivadas con intervención relevante no puedan ser considerados autores de ellas. Pero la obra de la inteligencia artificial generativa con escasa o nula intervención humana debería ser considerada de dominio público.

Alguien podría decir, ¿pero no es lo mismo lo que hace el ser humano al sintetizar tópicos de su cultura, a partir de una serie de decisiones estéticas, que lo que hace la inteligencia artificial al generar un texto? No, no es lo mismo, si bien quizá el proceso cognitivo de selección pueda ser parangonable, no es lo mismo lo que hace el ser humano por la dedicación que implica, las emociones involucradas, pero, sobre todo, los otros elementos de la función-autor que encarna: la responsabilidad por su texto y su rol de criterio para un cierto tipo de interpretación.

Creo que la normativa vigente, tanto a nivel internacional como a nivel español, mantiene el paradigma humanista que, pese a lo que creen Xiao o Pietrzykowski, no hay aún razones de peso para cambiar. Recientemente decisiones judiciales en Estados Unidos y en España reafirmaron que ese tipo de creaciones no podían estar protegidas por derecho de autor. En el primer caso se trata de Zarya of the Dawn, un libro creado a partir de imágenes del software Midjourney. A la mujer que lo firma se le reconoce la autoría del libro, en tanto que la decisión de las imágenes y de cómo ordenarlas no es irrelevante, pero no se le reconoce la autoría de las imágenes. En el segundo caso, al momento de escribir estas páginas, el registro de la propiedad intelectual de España deniega registrar obras creadas con Midjourney o ChatGPT.

VII. IA generativa y dominio público: un matiz en el argumento

Una vez que se han abordado las principales alternativas a nuestro problema, el de obras creadas con IA generativa con escasa o nula intervención humana, es necesario justificar la que se defiende como la mejor respuesta. En las anteriores secciones se consideró que una obra en esas condiciones sería parangonable a las obras folklóricas que reúnen saberes populares sin autoría. No obstante, uno de los revisores de este artículo llama la atención sobre la necesidad de esclarecer el impacto que este modelo de respuesta al problema podría tener, no sólo en los involucrados directamente en la obra generada por IA, sino en otros actores del ecosistema de innovación como las empresas y otras personas jurídicas. Esta sección no tiene otra finalidad que responder a esa cuestión explicitando algunos supuestos que están implícitos en el resto del trabajo.

En primer lugar, tengo que matizar que en este artículo no se sostiene que todo texto elaborado por inteligencia artificial generativa deba ser considerado de dominio público, sino sólo aquellos en los que la intervención humana en relación con las características del resultado final sea irrelevante. Si, por ejemplo, yo le pido al modelo de lenguaje que escriba un libro completo sin más que un par de decisiones generales sobre unas opciones que ofrece la IA como es el ejemplo de El último algoritmo, esa obra debería ser de dominio público. Es cierto que uno de los problemas está en cómo probar que el usuario tuvo una injerencia nimia en el resultado si este luego lo publica como de su autoría. Pero este es un problema similar al problema del plagio. Si bien, el pseudoautor no proporcionaría un marco hermenéutico adecuado para la comprensión de la obra, sí sería responsable por el texto que se atribuye –al menos hasta que se demuestre lo contrario-. Teniendo en cuenta que un texto no revisado puede ser fuente de controversias, desde críticas por su estilo hasta consecuencias jurídicas como incluir discurso de odio, creo que esto más que ser una desventaja para los desarrolladores de inteligencia artificial generativa es más bien una forma de protección de sus intereses. Puesto que uno de los requisitos para una IA ética en su diseño es el control humano (Cotino Hueso, 2019, p. 38), control que las empresas que ponen a disposición del gran público sus chats generadores de texto difícilmente puedan mantener una vez delegado en los usuarios. Como ya se mencionó, incluso las restricciones para evitar contenidos peligrosos u ofensivos son superadas por medio de algunas instrucciones en lo que se denomina jailbreak (Liu et al., 2023).

En segundo lugar, hay mucha controversia sobre el origen de los datos con los que los chats de IA generativa están creando millones de textos a diario. Si bien algunos intentan ofrecer algunas referencias a sus fuentes por medio de enlaces –muchas veces falsos–, no es el caso de ChatGPT cuyos datos son opacos y han sido denunciados como tomados de diversas webs sin permiso. Es necesario regular la recolección de datos y hay muchas iniciativas en esa dirección, pero mientras estas herramientas de IA generativa estén disponibles con ese origen dudoso de sus datos parece una medida precautoria no atribuírselos a la empresa. Es cierto que esta ha hecho una labor sobre los mismos, pero una labor que es opaca. Mientras no se demuestre lo contrario deberían ser considerados como parte del acervo cultural común.

En tercer lugar, la expresión “intervención humana relevante” puede ser pensada no desde la perspectiva del usuario únicamente sino también desde la del programador. Si una empresa crea un software que realiza informes específicos sobre una cierta temática, tiene razón el tribunal chino del caso Feilin contra Baidu en considerar que, si bien no hay un autor algorítmico, si hay algo que proteger. La intervención humana en ese caso es clave en el desarrollo del software con IA y tiene sentido proteger ese esfuerzo, puesto que la finalidad de esa tecnología no es multipropósito sino crear un cierto producto con unas condiciones predeterminadas. Ahora bien, eso también hace que, en caso de errores en los informes, la empresa que crea el software sea considerada responsable o corresponsable.

En último lugar, puedo conceder que, en el contexto de saberes científico-técnicos con pretensión de objetividad e impersonalidad, como el caso los desarrollos en la tecnología de baterías de litio antes mencionado, pueda tener sentido emplear IA generativa para resumir miles de abstracts. Podría estar justificado que “BetaWriter” sea una etiqueta que funcione como “nombre de autor” colectivo en lugar de Nombre1, Nombre2… Nombre1000, siempre y cuando esos nombres sí sean referidos dentro del libro final como fuente bibliográfica del mismo. No obstante, aun así en dicho libro hay tareas que requieren de criterios humanos como los que permiten seleccionar algunos abstracts para resumir y descartar otros. En el contexto científico son esas decisiones las que garantizan la reputación de un cierto medio como verosímil. Imagínense que la revista Nature publicara resúmenes periódicos de todo texto en el que se emplease la palabra “naturaleza” o “natural”. El resultado sería absurdo, no cumpliría una función más que de entretenimiento, en el mejor escenario. Esto se agrava si pensamos en textos literarios, porque aquí no hay necesariamente una pretensión de objetividad y la selección del contenido y el modo de presentarlo tienen un valor expresivo que son parte del valor agregado de ese tipo de producciones.

En resumen, estos matices vienen a decir que hay una serie de condiciones para que se cumpla el argumento del dominio público, siendo el principal criterio el de intervención humana en el proceso creativo de un texto. Cuando el diseño está orientado a producir un tipo específico de textos, la intervención humana es relevante en el producto final y, por tanto, necesita alguna forma de protección para garantizar que ese tipo de innovaciones se sigan realizando. Pero cuando este no es el caso, el texto debería ser considerado de dominio público. De este modo, se estimula el desarrollo de la IA al tiempo que no se monopoliza la producción cultural, puesto que los autores creativos pueden crear obras derivadas además de obras completamente originales. El ecosistema se retroalimenta, puesto que la IA generativa no cumpliría los roles de nombre, apropiación, atribución y marco de referencia, sino que se convertiría en una fuente más de conocimiento para los autores humanos que sí cumplirían esas funciones con sus decisiones de estilo y contenido.

VIII. Conclusión

Ante el problema de la creciente creación de productos culturales, especialmente literarios y artísticos, creados con inteligencia artificial generativa, aquí se sostuvo que una forma de lidiar con él radica en que una buena parte de esos productos sean de dominio público –aquellos que tienen nula o escasa intervención humana en el producto final–. Se sostuvo esto por varias razones que enumero a continuación.

En primer lugar, la autoría implica una función social que no puede ser cumplida por una inteligencia artificial débil. A un autor le atribuimos decisiones conscientes de las que derivamos su responsabilidad jurídica, pero también su responsabilidad estética con la que identificamos un estilo. Por ello un autor es más que una firma o un nombre. Siguiendo a Foucault, se afirmó que la función de autor es una forma de despliegue de la subjetividad que, además de implicar la perspectiva de primera persona, implica por ello un nombre, una relación de apropiación y de atribución y un marco de referencia para el lector.

En segundo lugar, sostener que las obras de inteligencia artificial generativa con escasa o nula intervención humana deben ser de dominio público no afecta los intereses legítimos de los involucrados en el proceso. Por un lado, no afectaría los intereses legítimos de los programadores y de las empresas que desarrollaron la inteligencia artificial, puesto que a estos se les reconoce la autoría del lenguaje en el que está creada. Además, se protegen los diseños para la creación de textos específicos, como los informes en un área específica, puesto que se asume que su intervención sí es relevante. Se sobreentiende que quien compra un software que hace ese tipo de informes tiene los derechos sobre esos informes. Por otro lado, los usuarios que hiciesen intervenciones relevantes en la obra creada por la inteligencia artificial generativa, especialmente sobre obras artísticas y literarias, podrían tener los derechos de la obra derivada haciendo que IA y creatividad humana se complementen en lugar de competir unas con otras.

En tercer lugar, lo anterior está en consonancia con los principales fundamentos filosóficos de las teorías de la propiedad intelectual, independientemente del partido que se tome por cada una de ellas. Con respecto a la teoría lockeana protege el esfuerzo de los programadores e inversores, pero también el de los usuarios cuando este es significativo. Su trabajo es tenido en cuenta, aunque es cierto que hay una cierta penumbra al momento de establecer la relevancia de la aportación, pero en los extremos hay casos claros. Por ejemplo, un par de instrucciones breves no son suficientes y un centenar de instrucciones detalladas sí. Con respecto a la teoría de la personalidad, es a partir de las decisiones de estilo que se manifiesta lo subjetivo-expresivo en la obra, por lo cual, al menos en estado actual de la IA, no parece haber razones suficientes para considerarla persona. Finalmente, con respecto a la perspectiva utilitarista, si se protege la obra derivada se garantiza trabajo, espacios de expresión y una competencia más leal para los seres humanos frente a la inteligencia artificial.

La propuesta defendida en este trabajo puede resultar insuficiente para evitar un futuro plagado de creaciones culturales elaboradas por inteligencia artificial generativa de las que tengan los derechos sólo un grupo reducido de empresas. Pero esta concepción de la autoría es una forma de ampliar la moratoria a favor de la creatividad literaria y artística humana, haciendo de la IA un complemento de la expresión humana y no un rival.

Agradecimientos

Agradezco a los miembros del grupo “Teoría del Derecho” de la Universidad de Alicante, que leyeron una versión previa de este artículo e hicieron observaciones críticas, especialmente a Daniel González Lagier, Manuel Atienza y Danny Cevallos. Asimismo, extiendo mi agradecimiento a los miembros del grupo “Regulation” de la Universitat de València, ante quienes expuse las ideas centrales de este trabajo en el “Seminario conjunto de filosofía del derecho y derecho público sobre inteligencia artificial”, que tuvo lugar en Cocentaina, el 27 de abril de 2023, con miembros de ambos grupos de investigación. Finalmente, agradezco a los evaluadores de Isonomía por ayudarme a mejorar la versión final.

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Notas

1 RAGHAV es el acrónimo de Robust Artificial Intelligent Graphics and Art Visualizer (Inteligencia artificial robusta visualizadora de arte y gráficos).

2 Es discutible esta distinción, pero sigo el modelo comunicativo de Roman Jakobson (1981), según el cual los distintos tipos de enunciados dan primacía a distintas funciones del lenguaje. Así, en un informe jurídico como el citado más arriba de Kluwer puede primar la función informativa y en un sentido el texto ser más impersonal y, por tanto, compatible con una autoría no humana. Esto parece menos obvio en el caso de una obra literaria de ficción en la que, como se abordará más adelante, la autoría ofrece una clave hermenéutica para la recepción del texto.

3 Acrónimo francés del taller (Atélier) de Literatura Asistida por Matemática y Ordenadores, fundado por Paul Braffort y Jacques Roubaud en 1981 como prolongación de OuLiPo (Obrador de Literatura Potencial). Para más información véase http://www.alamo.free.fr/

4 Goldstein (1999, p. 74) y Moore y Himma (2022, secc. 1) dan como ejemplo la queja del poeta romano del siglo I d. C., Marco Valerio Marcial, quien acusó a Fidentino de recitar su obra sin mencionarlo, por lo cual se lo suele considerar como uno de los primeros casos de plagio de los que se tiene registro. Lo sabemos por epigramas como este: “Dicen que tú, Fidentino, lees mis versos en público como si fueran debidos a tu ingenio. Si quieres que pasen por míos, te enviaré gratis mis poemas; pero si dices que son tuyos, compra por lo menos mi silencio” (Marcial, 1969, p. 24).

5 Para un interesante estudio del uso no falaz del argumento de autoridad, puntualmente en el Derecho pero también por extensión en el discurso público y periodístico, véase Atienza (2023, pp. 31-72).

6 En la variante de la conferencia “¿Qué es el autor?” que Foucault expuso en la Universidad de Buffalo, en 1970, añade: “(…) la función-autor va a desaparecer de un modo que permitirá una vez más a la ficción y a sus textos polisémicos funcionar de nuevo según otro modo, pero siempre según un sistema coactivo, que ya no será el del autor, pero que queda aún por determinar, o tal vez por experimentar” (Foucault, 1999, p. 351). Creo que la predicción del filósofo francés es exagerada, pero de algún modo captó parte del problema que enfrentamos actualmente y por eso me parece valioso recuperarlo.

7 El término prosumidor se usa para describir un fenómeno especialmente asociado al desarrollo de internet de acuerdo con el que el consumidor es también productor de contenidos. Pienso por ejemplo en los vídeo virales que tienen éxito por su replicabilidad o en la constante búsqueda de interacción entre artistas y público que suele darse en los entornos de redes sociales.

8 En lugar de teoría de la personalidad, lockeana y utilitarista, autores como Villalobos Portalés (2022) distinguen entre teoría subjetiva, objetiva y utilitarista. Creo que muchas de las observaciones son extensibles de unas a otras, no obstante, la utilitarista también tiene pretensión de objetividad por lo cual prefiero la terminología de Moore y Himma (2022).

9 Asimismo, si bien el Chat de Bing permite 15 preguntas por tema, al llegar a la 5 preguntándole sobre por qué violaría los derechos de autor su novela me dice: “Puede que sea el momento de pasar a un tema nuevo”. El lenguaje amable esconde que ya no se puede preguntar sobre ese tema, salvo para iniciar otra vez la conversación y toparse con el mismo rechazo. Esto pasa tanto en el “Modo preciso” como en el “Modo Creativo” (el usado en esta oportunidad).

10 Aquí sigo a Copeland, pero es interesante que definiciones más recientes de inteligencia artificial se refieren a ella como “(…) el campo dedicado a construir animales artificiales (o al menos criaturas artificiales que –en contextos adecuados– parezcan animales) y, para muchos, personas artificiales (o al menos criaturas artificiales que –en contextos adecuados– parezcan personas)” (Bringsjord y Govindarajulu 2022, énfasis de los autores, traducción mía).

11 Para un abordaje del problema de la interpretación del “sentido original” de un texto, véanse los trabajos de E. D. Hirsch, Jr., “Tres dimensiones de la hermenéutica” y de R. Dworkin “El derecho como interpretación”, en la compilación de Domínguez Caparrós (1997, pp. 137-158 y 205-242 respectivamente).

12 Esta interpretación es básicamente el argumento de John Searle (1980) de la “habitación china” que cuestiona la posibilidad de una inteligencia artificial en sentido fuerte o autoconsciente.